El control difuso en sede arbitral
I.
Introducción
El arbitraje ha
alcanzado un importante desarrollo. Su flexibilidad y rapidez para la solución
y prevención de conflictos de naturaleza patrimonial (en comparación con el
tradicional proceso judicial) explican en buena medida su continua y creciente
acogida. Lo vemos en el ámbito privado (por ejemplo, en la solución de
conflictos comerciales), en múltiples facetas de las relaciones con el Estado
(es el caso de los arbitrajes de inversión y de contratación estatal) e incluso
en áreas que tradicionalmente eran de conocimiento exclusivo del Poder Judicial
(el arbitraje laboral económico es una muestra de ello). Bien puede decirse que
el arbitraje ha pasado de ser una institución de exclusivo interés privado (en
el sentido que solo atañe a las partes que hacen uso de él) para pasar a ser
una institución que, además, es de interés público (en el sentido que nos
incumbe a todos por la importancia que tiene en diversos ámbitos de la vida
social). En el caso peruano esta impronta tiene una elevada expresión en el reconocimiento
constitucional que el arbitraje ha alcanzado: el artículo 139°, inciso 1, de la
Constitución lo califica como una “jurisdicción” independiente frente al Poder
Judicial. Un reconocimiento que lo fortalece al otorgarle el máximo grado de
protección jurídica, pero que al mismo tiempo genera una serie de problemas
que, mal abordados, podrían terminar desnaturalizándolo, sino debilitándolo.
Uno de esos problemas
guarda relación con el control difuso de la constitucionalidad de las leyes, es
decir, con el poder-deber que el artículo 138° de la Constitución atribuye a
los jueces para no aplicar, al caso concreto, la norma legal que resulte
incompatible con la Constitución. Nuestro Tribunal Constitucional ha
establecido jurisprudencialmente que los árbitros pueden y deben ejercer ese
tipo de control. Lo explica de esta manera: “Siendo el arbitraje una
jurisdicción independiente […], y debiendo toda jurisdicción poseer las
garantías de todo órgano jurisdiccional (como las del Poder Judicial), es
consecuencia necesaria de ello que la garantía del control difuso de
constitucionalidad, prevista en el segundo párrafo del artículo 138° de la
Constitución pueda también ser ejercida por los árbitros en la jurisdicción
arbitral, pues el artículo 138° no puede ser objeto de una interpretación
constitucional restrictiva y literal, como exclusiva de la jurisdiccional
ordinaria o constitucional”[1].
Ciertamente la
referencia a una autoridad (con todo lo valiosa que puede ser en un juicio de
validez jurídica donde la competencia aparece como uno de sus criterios) no es
suficiente para concluir que un problema se encuentra adecuadamente resuelto.
De hecho la citada postura del Tribunal Constitucional solo tiene coherencia y
especial sentido dentro del marco que supone la concepción del Estado
constitucional de Derecho (donde ostenta supremacía la Constitución, a
diferencia del Estado de Derecho decimonónico, donde es la ley la que ejerce
tal condición). Fuera de ese marco la postura del Tribunal Constitucional sería
indebidamente analizada pues perdería los presupuestos teóricos y normativos
que le sirven de sustento (como ocurriría, por ejemplo, si se le analiza desde
la concepción del Estado de Derecho legislativo donde la ley es la “soberana” y
en donde la Constitución solo aparece como una carta de organización política).
Dentro de ese marco, las decisiones de este alto Tribunal son importantes dada
la calidad de intérprete supremo de la Constitución que ostenta (calidad
derivada de los artículos 201º y 202º de la Norma Fundamental y declarada
expresamente en el artículo 1º de su Ley Orgánica). Una supremacía que confiere
a sus decisiones un carácter especialmente vinculante y una protección
reforzada (lo reconocen expresamente los artículos VI y VII del Título
Preliminar del Código Procesal Constitucional).
Sin perjuicio de
ello, son varios los problemas que se pueden generar al extender a los árbitros
el control difuso de la constitucionalidad de las leyes; problemas que deben
ser adecuadamente analizados para determinar sus consecuencias en el
ordenamiento jurídico y proponer sus posibles soluciones. A título de ejemplo,
debería analizarse si la posibilidad de que los árbitros ejerzan este tipo de
control incrementa los problemas de coherencia o racionalidad del sistema jurídico,
o si este es un paradigma que la Teoría del Derecho contemporánea debería
seguir matizando. Sería conveniente profundizar también en el papel que le
corresponde al Poder Judicial y al Tribunal Constitucional frente a un tribunal
arbitral, a propósito de este tipo de control (por ejemplo, para examinar en
qué medida pueden revisar lo resuelto por los árbitros cuando ejercen el
control difuso, o qué margen de actuación tienen los árbitros frente a los
precedentes constitucionales, los precedentes judiciales o la doctrina
jurisprudencial que dichos organismos estatales generan). La supuesta tensión
entre Constitución y democracia –o, si se prefiere, entre el principio de
mayorías y las normas constitucionales como límites al poder– debería ser
también objeto de examen. No debe perderse de vista que en una sociedad
democrática la ley es expresión de derechos políticos que, en virtud de la
Constitución, están en el mismo plano que los otros derechos y principios
constitucionales. Menos debe olvidarse que una Constitución pluralista está
llena de una serie de principios y derechos que, por su naturaleza abierta,
muchas veces son objeto de regulación legislativa, dentro del marco de las
opciones que razonablemente otorga el pluralismo de la Constitución; por lo
tanto, si bien en caso de contradicción la ley debe ceder frente a la norma
constitucional, también es verdad que deben determinarse los parámetros a
seguir por cualquier órgano que ejerza el control de la constitucionalidad
normativa (en este caso, un tribunal arbitral) para no caer en el extremo de “despolitizar”
la ley, invadiendo las esferas del legislador, o degradándola a mera función
técnica para la actuación de los contenidos constitucionales, por más elevados
y seductores que estos puedan ser. Un peligro que se agudiza en el arbitraje si
se tiene en cuenta que, a diferencia de los jueces del Poder Judicial, los
árbitros no se encuentran integrados en una institución organizada según
criterios de jerarquía, complementariedad y coordinación; situación que
dificulta la generación de mecanismos que procuren la uniformidad de las
decisiones arbitrales o que permitan revisarlas si brindan soluciones
contradictorias ante casos sustancialmente idénticos. En tal escenario, resulta
patente que el componente político de la ley, e incluso su fuerza normativa, se
vería seriamente debilitada ante la posibilidad de que el control difuso se
ejerza en los innumerables arbitrajes que se puedan iniciar. Sin que acabe el
listado de los problemas que genera el control difuso en sede arbitral, debería
analizarse además los argumentos que niegan legitimidad democrática a los
órganos jurisdiccionales, y con mayor razón a los cuasi jurisdiccionales (como es el caso de los tribunales
arbitrales), para ejercer el control de la constitucionalidad de las normas
dictadas por los órganos democráticamente elegidos.
En el presente
trabajo abordaremos uno de esos problemas. Como quiera que la posibilidad de
que los árbitros ejerzan el control difuso de la constitucionalidad de las leyes
se encuentra ampliamente reconocida por la jurisprudencia de nuestro Tribunal
Constitucional, presentaremos aquí los parámetros constitucionales que, según
la jurisprudencia de este alto Tribunal, deben cumplir los árbitros –y, en
general, cualquier órgano jurisdiccional– para ejercer válidamente este tipo de
control. Lo haremos sin perjuicio de la posición que cada quien asuma sobre la
conveniencia o inconveniencia de extender a los árbitros el control difuso de
la constitucionalidad de las leyes y/o sobre la corrección o incorrección de
esta extensión desde un punto de vista teórico. Lo que pretendemos con esta
delimitación material es contribuir a que los operadores arbitrales cuenten con
instrumentos útiles para abordar el control difuso de la constitucionalidad de
las leyes, dejando a salvo el análisis de otros problemas ocasionados por la
ampliación de este tipo de control al ámbito del arbitraje; problemas que sin
ánimo taxativo han sido anteriormente enunciados. Un análisis que, por respeto
a la delimitación material y a la extensión concedida para el desarrollo de
este trabajo, no puede ser abordado en estas líneas.
II.
Los parámetros constitucionales del
control difuso en sede arbitral
El
Tribunal Constitucional ha establecido en reiterada jurisprudencia los
parámetros constitucionales que deben respetar los árbitros al ejercer el
control difuso de la constitucionalidad de las leyes. Bien vistas las cosas
esos parámetros no solo rigen el control difuso en sede arbitral sino también
en sede judicial porque el fundamento y el objetivo que se persigue con este
tipo de control son comunes en ambas sedes. Una de las expresiones de esa
jurisprudencia es el precedente vinculante contenido en la STC Nº
142-2011-PA/TC, donde este alto Tribunal señaló: “El control difuso de la
jurisdicción arbitral se rige por las disposiciones del artículo VI del Título Preliminar del Código Procesal
Constitucional y la jurisprudencia vinculante dictada por este Tribunal
Constitucional sobre el control difuso. Solo podrá ejercerse control difuso de
constitucionalidad sobre una norma aplicable al caso de la que dependa la
validez del laudo arbitral, siempre que no sea posible obtener de ella una
interpretación conforme a la Constitución y además, se verifique la existencia
de un perjuicio claro y directo al derecho de alguna de las partes”[2]. Sobre
esa base, los parámetros constitucionales que, según la jurisprudencia del
Tribunal Constitucional, rigen el ejercicio del control difuso en sede arbitral
son los siguientes:
i.
El control difuso debe realizarse en
armonía con la jurisprudencia del Tribunal Constitucional
Conforme
al precedente constitucional anteriormente citado, el control difuso que
ejercen los árbitros se rige por el artículo VI del Título Preliminar del
Código Procesal Constitucional, así como por la jurisprudencia vinculante sobre
ese tipo de control dictada por el Tribunal Constitucional. En consecuencia,
por aplicación extensiva de este artículo legal (que se realiza de conformidad
con dicho precedente) los árbitros –además de los jueces– “interpretan y
aplican las leyes o toda norma con rango de ley y los reglamentos según los
preceptos y principios constitucionales, conforme a la interpretación de los
mismos que resulte de las resoluciones dictadas por el Tribunal Constitucional”.
Esto significa que los árbitros se encuentran vinculados a las resoluciones
(jurisprudencia y precedentes vinculantes) que emita el Tribunal Constitucional
en la interpretación de la Constitución y de las leyes. Una consecuencia
coherente con la calidad de intérprete supremo de la Constitución, que ostenta
este alto Tribunal; calidad que –como se ha adelantado– deriva de los artículos
201° y 202° de nuestra Carta Fundamental y es reconocida en el artículo 1º de
su Ley Orgánica: “El Tribunal Constitucional es el órgano supremo de
interpretación y control de la constitucionalidad [...]. Se encuentra sometido
solo a la Constitución y a su Ley Orgánica […]”.
Por
consiguiente, cuando este alto Tribunal resuelve un asunto en determinado
sentido, por ejemplo, confirmando la constitucionalidad de una ley, los
árbitros –y los jueces o cualquier otra autoridad– no pueden dejar de aplicar
esa decisión, ni apartarse de la interpretación realizada por él; a menos,
claro está, que se demuestre argumentativa y motivadamente que el caso que se
conoce es sustancialmente diferente, por lo menos en algún punto significativo,
al caso que conoció y resolvió el Tribunal Constitucional. Así lo exhorta el
mismo Tribunal al referirse a la vinculación que ejerce sobre la justicia
ordinaria: “El juez ordinario [y por la misma razón, el árbitro] no puede ampararse
en su independencia para desvincularse de las sentencias del Tribunal
Constitucional, pues ello significaría, en último término, una vulneración de
la propia Constitución. […]; su desconexión con la interpretación de la
Constitución que haya realizado el Tribunal Constitucional [...] resultaría
claramente inadmisible y supondría una indudable violación de la supremacía
jurídica constitucional. Y ello porque la calificación de última ratio de lo que es o no constitucional
radica en el Tribunal Constitucional, como supremo intérprete de la
Constitución”[3].
Y en otro momento, agrega: “[...] la posición constitucional de este Colegiado
respecto al Poder Judicial [y por la misma razón, respecto de los árbitros o cualquier otra autoridad o
persona], en tanto que es consecuencia de lo que la propia Constitución y la
ley establecen, no puede ser objeto de cuestionamiento alguno bajo una
interpretación formalista del principio de separación de poderes (artículo 43º)
y de la autonomía e independencia al que hacen referencia los artículos 138º y
139º de la Constitución. Autonomía que, según jurisprudencia reiterada de este
Colegiado (vid. por ejemplo STC 0015-2005-AI, fundamento 7) no debe confundirse
con autarquía, pues desde el mismo momento en que aquella le viene atribuida
por la Constitución, su desarrollo debe realizarse con respeto pleno a ese
ordenamiento jurídico. La posición constitucional que ostenta el Tribunal no
está ni puede estar, por tanto, librada a la voluntad de algunos jueces [o
árbitros u otra autoridad] de respetar o no el lugar que ocupa el supremo
intérprete de la Constitución en nuestro ordenamiento jurídico”[4].
No
debe perderse de vista que en el ordenamiento jurídico peruano el Tribunal
Constitucional puede emitir una forma especial de decisiones denominada “precedente
vinculante”, “precedente constitucional” o “precedente constitucional
vinculante”. Como explica este alto Tribunal, “el precedente constitucional
vinculante es aquella regla jurídica expuesta en un caso particular y concreto
que el Tribunal Constitucional decide establecer como regla general; y, que,
por ende, deviene en parámetro normativo para la resolución de futuros procesos
de naturaleza homóloga”[5]. Y
agrega: “El precedente constitucional tiene por su condición de tal efectos
similares a una ley. Es decir, la regla general externalizada como precedente a
partir de un caso concreto se convierte en una regla preceptiva común que
alcanzar a todos los justiciables y que es oponible frente a los poderes
públicos”[6]. En ese
sentido, añade, “la fijación de un precedente constitucional significa que ante
la existencia de una sentencia con unos específicos fundamentos o argumentos y
una decisión en un determinado sentido, será obligatorio resolver los futuros
casos semejantes según los términos de dicha sentencia”[7]. Esta
competencia del Tribunal Constitucional para emitir precedentes vinculantes se
encuentra establecida en el artículo VII del Título Preliminar del Código
Procesal Constitucional que dice: “Las sentencias del Tribunal Constitucional
que adquieren la autoridad de cosa juzgada constituyen precedente vinculante
cuando así lo exprese la sentencia, precisando el extremo de su efecto
normativo. Cuando el Tribunal Constitucional resuelva apartándose del
precedente, debe expresar los fundamentos de hecho y de derecho que sustentan
la sentencia y las razones por las cuales se aparta del precedente”.
Con
el propósito de esclarecer las similitudes y diferencias entre la
jurisprudencia y el precedente vinculante, el Tribunal Constitucional precisa: “La
jurisprudencia constituye […] la doctrina que desarrolla el Tribunal en los
distintos ámbitos del [D]erecho, a consecuencia de su labor frente a cada caso
que va resolviendo”; y “si bien tanto la jurisprudencia como el precedente
constitucional tienen en común la característica de su efecto vinculante, en el
sentido de que ninguna autoridad, funcionario o particular puede resistirse a
su cumplimiento obligatorio, el Tribunal, a través del precedente
constitucional, ejerce un poder normativo general, trayendo una norma a partir
de un caso concreto”[8]. De lo
expuesto se sigue que, mientras la jurisprudencia constitucional vinculante se
configura por los criterios uniformes que el Tribunal Constitucional mantiene,
en distintas resoluciones, sobre un mismo asunto de relevancia constitucional;
el precedente vinculante se configura, en cambio, en una sola sentencia, en
donde el mismo Tribunal identifica un criterio como precedente y, por tal
razón, pasa a tener este unos efectos normativos similares a los de una ley.
El
propio Tribunal Constitucional ha señalado que “el uso de los
efectos normativos y la obligación de aplicación de un precedente vinculante
depende de”: 1) “la existencia de similitudes fácticas [mas no de diferencias]
entre el caso a resolver y aquél del que emana el precedente”; y 2) “la
existencia de similitudes y diferencias fácticas; las que en el caso de estas
últimas no justifican un trato jurídico distinto”, por lo que –agrega– “es
factible que a través del razonamiento analógico se extienda la regla del
precedente vinculante”[9].
Siendo esto así, como bien señala la doctrina especializada, frente a un
precedente constitucional vinculante, comparado con el nuevo caso que un
tribunal o juzgador debe resolver, este tiene solo tres posibilidades: “(1) aplicar (apply) la regla del precedente, ello
cuando se trate de dos litigios verdaderamente similares; (2) seguir (follow) la regla del precedente, cuando
a pesar de que existen diferencias relevantes entre los dos casos, a juicio del
tribunal, estas no justifican un trato jurídico distinto y, por tanto,
extiende, a través del razonamiento analógico, la regla del precedente al nuevo
supuesto; o bien (3) distinguir (distinguish)
la regla del precedente, esto es, no aplicarla en el asunto que resuelve y
crear una nueva regla, cuando a criterio del tribunal las diferencias entre
ambos casos son significativas y merecen un trato jurídico distinto”[10].
Lo expuesto vale también para la jurisprudencia vinculante
–pues, en aplicación del principio de igualdad, donde hay la misma razón hay el
mismo derecho– con la precisión de que lo que vincula en el caso de la
jurisprudencia, más allá de los procesos donde se emitieron las resoluciones
que la configuran, no es la parte resolutiva propiamente dicha, ni las razones
accidentales sino las razones determinantes que justifican esa resolución (la
llamada ratio decidendi).
Efectivamente, como señala el Tribunal
Constitucional, “la estructura interna de sus decisiones se compone de los
siguientes elementos: la razón declarativa-teológica, la razón suficiente (ratio decidendi) la razón subsidiaria o
accidental (obiter dicta), la
invocación preceptiva y la decisión o fallo constitucional (decisum)”[11] Esta
distinción es muy importante porque, conforme
lo recuerda el mismo Tribunal, “dentro
de la motivación hay que ubicar la denominada ratio decidendi –o “hilo lógico” del razonamiento de los jueces–,
que comprende en los sistemas del common
law tanto el principio de derecho como el hecho relevante considerado por
el Juez (holding), como también las
denominadas obiter dicta o razones
subsidiarias. Son las razones decisivas para el caso las que vinculan, mas no
las consideraciones tangenciales o de aggiornamento (obiter dicta)”[12]. Y
continuando con la explicación, indica: “La
razón suficiente [ratio decidendi]
expone una formulación general del principio o regla jurídica que se constituye
en la base de la decisión específica, precisa o precisable, que adopta el
Tribunal Constitucional. […] esta se constituye en aquella consideración
determinante que el Tribunal Constitucional ofrece para decidir estimativa o
desestimativamente una causa de naturaleza constitucional; vale decir, es la
regla o principio que el Colegiado establece y precisa como indispensable y,
por ende, como justificante para resolver la litis. Se trata, en consecuencia, del fundamento directo de la
decisión”[13].
Por lo tanto, al identificar la ratio
decidendi de cierta jurisprudencia del Tribunal Constitucional, es esa
razón principal la que resulta vinculante a los demás jueces y autoridades, mas
no las consideraciones tangenciales u obiter
dicta.
ii.
La norma objeto de control debe ser
relevante para la solución del caso y suponer un potencial perjuicio, claro y
directo, para alguna de las partes
El
Tribunal Constitucional ha “modulado” –según sus propios
términos– el ejercicio del control difuso en sede arbitral “con el
propósito de que cumpla debidamente su finalidad de garantizar la primacía de
la Constitución y evitar así cualquier desviación en el uso de este control
constitucional”[14].
Para tal efecto, además de instituir como precedente vinculante que el control
difuso en sede arbitral se rige por el artículo VI del Título Preliminar del
Código Procesal Constitucional, así como por la jurisprudencia sobre este tipo
de control dictada por aquel alto Tribunal (parámetro que fue desarrollado en
el punto anterior), seguidamente ha establecido, con el mismo carácter de
precedente vinculante, que “solo podrá ejercerse el control difuso de
constitucionalidad sobre una norma aplicable al caso de la que dependa la
validez del laudo arbitral, siempre que no sea posible obtener de ella una
interpretación conforme a la Constitución y además, se verifique la existencia
de un perjuicio claro y directo respecto al derecho de alguna de las partes”[15].
Según esta precisión del
Tribunal Constitucional, la norma legal susceptible de control difuso en sede
arbitral no puede ser cualquier tipo de norma; debe ser: 1) “una norma
aplicable al caso”, y 2) “de la que dependa la validez del laudo arbitral”[16]. Lo
primero es una obviedad: si la norma no es aplicable al caso, es decir, si no
guarda una relación lógico-jurídica con la controversia, es evidente que no
tiene sentido someterla a un control difuso porque esa norma no tendría que
aplicarse; no por una supuesta incompatibilidad con la Constitución –que ni
siquiera sería necesario examinar– sino por su impertinencia para resolver la
controversia.
Lo segundo requiere mayor
reflexión. Resulta patente que al Tribunal Constitucional no le basta que la
norma sea pertinente al caso para que pueda ser objeto de control difuso. Es
necesario, además, que sea una norma relevante para su solución. Una norma es
relevante si el sentido de la decisión que se adopte como solución de un caso
concreto depende de la aplicación o no aplicación de esa norma; es decir,
cuando por el solo hecho de aplicarse la norma, la solución del caso sería
distinta. Siendo esto así, resulta claro que toda norma relevante es además
pertinente, pero no toda norma pertinente es relevante para solucionar una
controversia. En parámetros de la jurisprudencia del Tribunal Constitucional,
no se podría ejercer, entonces, el control difuso sobre una norma que no sea
relevante para la solución de un caso. Una proposición que, debido a su origen
común, vale tanto para el control difuso que se ejerce en sede arbitral como en
sede judicial, razón por la cual no hay hasta aquí modulación alguna.
El problema se presenta
cuando el Tribunal Constitucional asocia esa relevancia con la validez. Lo hace
al decir que el control difuso en el arbitraje solo procede sobre una norma de
la que dependa la “validez del laudo”. Corresponde preguntar qué debemos entender
por esta expresión. ¿Debemos circunscribirla a los requisitos de validez del
laudo previstos en la Ley de Arbitraje, específicamente a aquellos cuya
inobservancia justifican su anulación (artículo 63º de la referida ley)? ¿O
debemos comprender en ella a todos los criterios –tanto formales como
materiales– que rigen la validez jurídica –en este caso de un laudo–
independientemente de que estén recogidos o no en la Ley de Arbitraje
(criterios que, como bien se sabe, se resumen en su producción por el órgano
competente, el respeto al procedimiento preestablecido y la conformidad con la
norma superior, especialmente con la Constitución)? El Tribunal Constitucional
no ha dicho nada al respecto, por lo menos no en el precedente que aquí se
examina. No obstante, como quiera que el control difuso de la
constitucionalidad normativa es un mecanismo que garantiza la supremacía de la
Constitución, sería absurdo fundamentar ese tipo de control en sede arbitral en
el carácter supremo de esta Norma Fundamental (como lo hace el Tribunal
Constitucional, lo hemos visto) y al mismo tiempo circunscribir su ámbito de
actuación a las normas relacionadas con los requisitos de validez del laudo
previstas en la Ley de Arbitraje. Sería un absurdo porque bien podría ocurrir que
una norma –relevante para la solución de un caso sometido a arbitraje– resulte
incompatible con la Constitución sin que en modo alguno se refiera a alguno de
esos requisitos legales. Si se establece que el control difuso puede ser
aplicado en sede arbitral (como lo ha hecho el Tribunal Constitucional),
entonces, no puede impedirse que sea utilizado para proteger la supremacía
constitucional frente a una norma que, a pesar de ser relevante para la
solución de la controversia sometida a arbitraje, resulta incompatible –por la
forma o por el fondo– con la Constitución, independientemente de que esa norma
guarde o no relación con alguno de los supuestos de anulación del laudo
previstos en la Ley de Arbitraje. Por estas consideraciones, el control difuso,
también en sede arbitral, puede ser aplicado, válidamente, sobre cualquier
norma relevante para la solución de la controversia, y solo sobre ella (según
la precisión que se desprende del precedente constitucional que aquí se
examina). De ello depende, como es obvio, la validez del laudo, pues si este
aplica una norma que, pese a ser relevante, es incompatible con la
Constitución, el laudo sería nulo por infringir un criterio de validez
jurídica, concretamente la exigencia de que sea conforme con la norma superior,
en este caso con la Constitución.
Por otro lado, lo hemos
visto, el Tribunal Constitucional ha señalado que para que se ejerza el control
difuso en el arbitraje se debe verificar, además, que la norma en cuestión
suponga un potencial “perjuicio claro y directo respecto al derecho de alguna
de las partes”[17].
Se trata, nos parece, de una precisión correcta pero innecesaria, pues el solo
hecho de que pueda aplicarse una norma incompatible con la Constitución, que
incida de manera relevante en el resultado del arbitraje, supondrá siempre un
potencial perjuicio directo a la parte que resulte desfavorecida con la
resolución que aplique la norma, ya que –en tal caso– por lo menos se
lesionaría su derecho a una decisión razonable que, como integrante del derecho
fundamental a un debido proceso, exige que las resoluciones que se emitan sean
válidas y, para que lo sean, las normas que apliquen no deben ser contrarias a
la Constitución[18].
El potencial perjuicio sería directo porque la lesión al derecho a una decisión
razonable se produciría por la sola aplicación de una norma que, aunque
relevante, es incompatible con la Norma Fundamental. Debido a que el perjuicio
directo a alguna de las partes se producirá siempre que se aplique a un caso
concreto una norma legal que, pese a ser relevante, es incompatible con la
Constitución, tal perjuicio directo se producirá independientemente de que la
norma en cuestión se aplique en sede arbitral o judicial; por lo tanto, la
exigencia de verificar este requisito vale tanto para el control difuso que se
ejerce en sede arbitral como el que se ejerce en sede judicial, razón por la
cual tampoco hay aquí modulación alguna.
Algo similar sucede con la
exigencia de claridad en el perjuicio: si toda aplicación de una norma legal
que contraviene la Constitución lesiona el derecho a una decisión razonable y,
por ende, perjudica a su titular que no fue favorecido con esa decisión; la
única posibilidad de que un perjuicio no sea claro es que la incompatibilidad
entre esa norma legal y la Norma Fundamental no sea manifiesta. En tal caso,
como lo recuerda el mismo precedente vinculante del Tribunal Constitucional que
aquí se examina, se debe “obtener de ella [esto es, de esa norma legal] una
interpretación conforme a la Constitución”, vale decir, se debe reconducir la
norma en cuestión, vía interpretación, a un sentido compatible con la Norma
Fundamental[19].
Una exigencia que se deriva de la presunción de constitucionalidad atribuida a
toda ley, la misma que encuentra sustento normativo, entre otros, en el
artículo 103º de la Constitución. Lo explica así el Tribunal Constitucional: “El principio de presunción de constitucionalidad de
las normas establece que una ley no será declarada inconstitucional [y por la
misma razón, tampoco inaplicada a un caso concreto] a menos que exista duda
razonable sobre su absoluta y flagrante contradicción con la Constitución. Se
trata de una presunción iuris tantum, por lo que,
en tanto no se demuestre la abierta inconstitucionalidad de la norma, el juez
constitucional [y por similar razón cualquier otro juzgador] estará en la
obligación de adoptar una interpretación que la concuerde con el texto
constitucional”[20].
Como quiera que esta exigencia tiene un origen constitucional que se aplica no
solo al control concentrado (declaración de inconstitucionalidad de la ley)
sino también al control difuso (inaplicación de la norma legal), vale tanto para el control difuso que se ejerce en
sede arbitral como el que se ejerce en sede judicial, por esta razón tampoco
aquí se aprecia modulación alguna.
iii.
El control difuso es residual: se debe
inaplicar la norma incompatible con la Constitución solo si no es posible
reconducirla a través de la interpretación constitucional
Según
la jurisprudencia del Tribunal Constitucional los árbitros –y los jueces en
general– solo pueden ejercer el control difuso como última ratio: “Solo [se] inaplican las disposiciones que [se] estimen incompatibles con
la Constitución cuando por vía interpretativa no sea posible la adecuación de
tales normas al ordenamiento constitucional”[21]. Esto se debe, explica este alto
Tribunal citando a su homólogo español, a que “la Constitución es un marco de
coincidencias suficientemente amplio como para que dentro de él quepan opciones
políticas de muy diferente signo. La labor de interpretación de la Constitución
no consiste necesariamente en cerrar el paso a las opciones o variantes
imponiendo autoritariamente una de ellas”[22]. En ese sentido, antes de
ejercer el control difuso de la constitucionalidad de una norma legal –que se
presente como incompatible con la Constitución– los árbitros deben agotar
cualquier posibilidad de salvar la constitucionalidad de esa norma legal mediante
una labor interpretativa que permita otorgarle un significado compatible con la
Constitución. Solo si se verifica que ese resultado interpretativo es imposible
de alcanzar, podrán ejercer el control difuso de la constitucionalidad
normativa inaplicando la norma legal al caso concreto por su incompatibilidad
con la Constitución.
Para realizar esa labor los árbitros deben interpretar la ley desde la
Constitución (es decir, partiendo del contenido de los propios preceptos
constitucionales) y conforme a la Constitución (verificando que el resultado
interpretativo sea compatible con alguna de las opciones que razonablemente
otorga el pluralismo de la Constitución). Lo recuerda el Tribunal
Constitucional: “[…] en todo ordenamiento que cuenta con una Constitución
rígida y, por tanto, donde ella es la fuente suprema, todas las leyes y
disposiciones reglamentarias, a fin de ser válidamente aplicadas, deben
necesariamente ser interpretadas “desde” y “conforme” con la Constitución”[23]. Por lo
tanto, la interpretación de la ley y de cualquier otra norma jurídica en
general –según parámetros constitucionales– supone la previa interpretación de
la Constitución.
Y
para interpretar la Constitución nuestro Tribunal Constitucional ha establecido
sendos principios jurídicos que se deben seguir. Explica así esta situación: “Reconocida la naturaleza jurídica de la Constitución
del Estado, debe reconocerse también la posibilidad de que sea objeto de
interpretación. No obstante, la particular estructura normativa de sus disposiciones
que, a diferencia de la gran mayoría de las leyes, no responden en su
aplicación a la lógica subsuntiva (supuesto normativo - subsunción de hecho -
consecuencia), exige que los métodos de interpretación constitucional no se
agoten en aquellos criterios clásicos de interpretación normativa (literal,
teleológico, sistemático e histórico), sino que abarquen, entre otros
elementos, una serie de principios que informan la labor hermenéutica del juez
constitucional”. Y para identificar cuáles son estos principios, el Tribunal
Constitucional señala que tales principios son:
“a) El principio de unidad de la
Constitución: Conforme al cual la interpretación de la Constitución debe
estar orientada a considerarla como un “todo” armónico y sistemático, a partir
del cual se organiza el sistema jurídico en su conjunto.
b) El principio de concordancia
práctica: En virtud del cual toda aparente tensión entre las propias
disposiciones constitucionales debe ser resuelta “optimizando” su
interpretación, es decir, sin “sacrificar” ninguno de los valores, derechos o
principios concernidos, y teniendo presente que, en última instancia, todo
precepto constitucional, incluso aquellos pertenecientes a la denominada
“Constitución orgánica” se encuentran reconducidos a la protección de los
derechos fundamentales, como manifestaciones del principio-derecho de dignidad
humana, cuya defensa y respeto es el fin supremo de la sociedad y el Estado
(artículo 1º de la Constitución).
c) El principio de corrección
funcional: Este principio exige al juez constitucional que, al realizar su
labor de interpretación, no desvirtúe las funciones y competencias que el
Constituyente ha asignado a cada uno de los órganos constitucionales, de modo
tal que el equilibrio inherente al Estado Constitucional, como presupuesto del
respeto de los derechos fundamentales, se encuentre plenamente garantizado.
d) El principio de función
integradora: El “producto” de la interpretación solo podrá ser considerado
como válido en la medida que contribuya a integrar, pacificar y ordenar las
relaciones de los poderes públicos entre sí y las de estos con la sociedad.
e) El principio de fuerza
normativa de la Constitución: La interpretación constitucional debe
encontrarse orientada a relevar y respetar la naturaleza de la Constitución
como norma jurídica, vinculante in toto y
no solo parcialmente. Esta vinculación alcanza a todo poder público
(incluyendo, desde luego, a este Tribunal) y a la sociedad en su conjunto”[24].
Entre
las consecuencias que se derivan de la aplicación de estos principios de
interpretación constitucional se encuentra aquella que exige que la
interpretación de una norma constitucional no se realice de manera aislada o
atomista, sino que tenga en cuenta todos los principios y derechos
constitucionales que guarden relación con el caso concreto a decidir. La razón
es simple, “la Constitución como norma jurídica, [es] vinculante in toto y no solo parcialmente”, por lo
que no puede protegerse válidamente una norma constitucional omitiendo o
desconociendo a las demás (principio de unidad de la Constitución)[25]. Siendo
esto así, si un laudo efectuó el control difuso de alguna norma legal
confrontándola única y exclusivamente con una norma constitucional (por
ejemplo, el principio de negociación colectiva, previsto en el artículo 28° de
la Constitución), tal laudo habrá vulnerado el citado parámetro de
interpretación constitucional, pues no consideró los demás preceptos
constitucionales con los que aquella norma que utilizó para efectuar la
comparación guarda relaciones de coordinación o complementariedad en el
ordenamiento jurídico (verbigracia, el principio de equilibrio presupuestario
del sector público, previsto en los artículos 77° y 78° de la
Constitución).
Del
mismo modo, si al efectuar el control difuso de una norma legal, un laudo
resuelve un eventual conflicto de principios constitucionales a favor de uno de
ellos, pero eliminando el contenido de los demás (es decir, restándoles toda
virtualidad o eficacia para el caso concreto, al punto de convertirlos en meros
enunciados sin relevancia alguna), entonces ese laudo habrá vulnerado otro
parámetro de interpretación constitucional (el principio de concordancia
práctica), deviniendo el control difuso así realizado –al igual que en el caso
anterior– en una actuación contraria a la Constitución. La razón nuevamente es
simple: al interpretar la Constitución toda aparente tensión entre las normas
constitucionales debe resolverse a favor de aquella alternativa interpretativa
que optimice, en la mayor medida posible, sus respectivos contenidos, “sin
“sacrificar” ninguno de los valores, derechos o principios concernidos”[26].
iv.
El control difuso requiere aplicar el
test de ponderación
En
reiteradas ocasiones el Tribunal Constitucional ha establecido que solo se
puede inaplicar una norma legal, en ejercicio del control difuso, si es que
previamente se ha verificado que dicha norma no cumple con las exigencias
derivadas de los principios de razonabilidad y proporcionalidad, también
conocidas como el test de ponderación. Un test que debe aplicarse sobre la
norma en cuestión, teniendo en cuenta los diversos bienes jurídicos
constitucionales que guarden relación con el caso concreto a decidir. Lo ha
recordado así a través de senda jurisprudencia: “Debe verificarse si la norma legal objeto de control difuso de
constitucionalidad es manifiestamente incompatible con la Constitución, y si es
así, disponerse su inaplicación al caso concreto. En tal verificación resultará
de particular importancia identificar aquel contenido constitucionalmente
protegido así como la manifiesta incompatibilidad de la norma legal respecto
del mencionado contenido constitucional, procedimiento en el que resultará importante
superar el control de proporcionalidad, entre otros que se estime pertinente,
de modo que se argumente correctamente la decisión [...]”[27].
Esto se debe a que los derechos
fundamentales y los demás bienes jurídicos constitucionalmente protegidos
–incluyendo el orden axiológico en el que se fundan– no se encuentran
organizados jerárquicamente, lo cual hace que los conflictos que eventualmente
puedan surgir entre sí no puedan resolverse con la afirmación genérica de la
preferencia incondicionada o absoluta de alguno sobre los demás, sino mediante
un juicio ponderativo que sopese los
derechos y bienes involucrados sobre la base de que todos son iguales y
equivalentes entre sí[28]. En ese escenario la ponderación (también llamada
juicio de razonabilidad, proporcionalidad o interdicción de la arbitrariedad)
es una técnica útil para determinar el contenido y resolver las situaciones de
colisión de cualesquiera principios jurídicos (entendiendo por principios a
aquellas normas jurídicas que contienen mandatos de optimización o que carecen
de supuestos de hecho o presentan de un modo fragmentario sus condiciones de
aplicación), entre ellas las situaciones de colisión de los derechos
fundamentales y demás bienes jurídicos constitucionalmente protegidos. La ponderación, consiste en considerar imparcialmente los aspectos
contrapuestos de una cuestión y buscar la mejor decisión (por ejemplo, el mejor
laudo o la mejor sentencia) cuando en la argumentación concurren distintas
razones justificatorias de una u otra opción, pero contradictorias entre sí y
del mismo valor. Se ponderan razones enfrentadas, derechos, intereses o bienes
en conflicto, en suma, normas de igual valor que nos suministran
justificaciones diferentes a la hora de adoptar una decisión[29].
Para ello se requiere que no exista entre las norma enfrentadas una relación de
temporalidad, de jerarquía o de especialidad, ya que, de los contrario, los
conflictos normativos que pudieran presentarse entre sí podrían resolverse con los criterios tradicionales de solución de
antinomias: el jerárquico, el cronológico y el de especialidad, además del
criterio de competencia o el de prevalencia.
La ponderación se realiza en el ámbito del discurso de
aplicación y no en el de la validez[30]. Por ello, los eventuales
conflictos que se pueden presentar entre los principios (derechos, bienes,
etc.), al concurrir en un caso concreto, algunas veces se resolverán con el
equilibrio entre todos ellos pero otras veces con el triunfo o la preferencia
de alguno sobre los demás, solución que puede ser diferente ante otras
circunstancias o en un diferente caso concreto. Lo explica la doctrina
especializada: “Ciertamente,
en el mundo del Derecho el resultado de la ponderación no ha de ser
necesariamente el equilibrio entre tales intereses, razones o normas; en
ocasiones tal equilibrio, que implica un sacrificio parcial y compartido, se
muestra imposible y entonces la ponderación desemboca en el triunfo de alguno
de ellos en el caso concreto. En cambio, donde sí ha de existir equilibrio es
en el plano abstracto o de la validez: en principio, han de ser todos del mismo
valor, pues de otro modo no habría nada que ponderar; sencillamente, en caso de
conflicto se impondría el de más valor”[31].
No se trata, pues, de una fórmula infalible de
solución de los conflictos normativos, y no podría serlo pues, a diferencia de
los criterios tradicionales de solución de antinomias, en la ponderación se
trabaja con normas de igual valor que presentan un alto grado de vaguedad o
indeterminación. No obstante, la necesidad de su utilización se advierte desde
el momento en que se acepta que no existe jerarquías internas entre los
derechos fundamentales y demás bienes jurídicos constitucionalmente protegidos
o, en general, entre los principios jurídicos sobre los cuales trabaja, siendo
su principal virtud el estimular una interpretación y una decisión que tenga
presente la tutela de todos los derechos o bienes jurídicos involucrados, bajo
la premisa de que todos ellos poseen una vocación de máxima realización
compatible con la máxima realización de los demás[32].
La ponderación ha sido objeto de una elaboración
jurisprudencial y doctrinal importante[33]. En el
Perú el Tribunal Constitucional viene utilizándolo y ha fijado con nitidez los
pasos a seguir o las exigencias concretas que comprende, siendo conocidas como “exigencias
de la ponderación”, “test de la proporcionalidad” o “exigencias de
razonabilidad”, etc., tal como las describimos a continuación.
Para empezar, la ponderación “se opone a lo arbitrario
y remite a una pauta de justicia”[34],
exigiendo que cualquier norma o decisión que involucre a derechos fundamentales
o bienes constitucionales responda a un fin constitucionalmente legítimo y que
los medios utilizados para conseguirlo sean proporcionales (tanto desde la
perspectiva del bien o valor que tutela, como desde la perspectiva del bien o
valor que limita o regula). Si una norma o decisión que involucra derechos o
bienes constitucionales no persigue un fin constitucionalmente legítimo o no es
proporcional, entonces, será una norma o decisión contraria a la Constitución.
La exigencia del fin
constitucionalmente legítimo, como primera exigencia o paso a seguir en la
ponderación, significa que cualquier medida o decisión que involucre a los
derechos o bienes constitucionales debe ser razonable, esto es, debe perseguir
una finalidad que responda a causas objetivas de justificación y resulte
legítima desde la propia perspectiva constitucional. Por ejemplo, debe responder
a la función y naturaleza del derecho sobre el cual se incide o a la necesidad
de proteger otro derecho fundamental u otro bien jurídico constitucionalmente
protegido. Por lo tanto, “si no existe tal fin y la actuación pública es
gratuita, o si resulta ilegítimo desde la propia perspectiva constitucional,
entonces no hay nada que ponderar porque falta uno de los términos de la
comparación”[35].
Nuestro Tribunal Constitucional lo explica de esta manera: “[...] por virtud del principio de
razonabilidad se exige que la medida restrictiva se justifique en la necesidad
de preservar, proteger o promover un fin constitucionalmente valioso. Es la
protección de fines constitucionalmente relevantes la que, en efecto, justifica
una intervención estatal en el seno de los derechos fundamentales. Desde esta
perspectiva, la restricción de un derecho fundamental satisface el principio de
razonabilidad cada vez que esta persiga garantizar un fin legítimo y, además,
de rango constitucional”[36].
Por otro lado, la exigencia de proporcionalidad, como segundo paso a efectuar en la ponderación,
exige que los medios empleados para alcanzar el fin perseguido sean necesarios,
adecuados y proporcionales en sentido estricto; es decir, que además de ser
imprescindibles e idóneos para alcanzarlo, exista una adecuada correspondencia,
armonía o proporción entre la limitación, regulación o decisión y el fin que
pretende alcanzarse. Conforme a ello, el análisis de proporcionalidad de la
norma o decisión involucrada debe efectuarse tanto desde la perspectiva del bien
o derecho que tutela, como desde la perspectiva del bien o derecho que limita o
lesiona. En palabras de
nuestro Tribunal Constitucional, el presupuesto para la aplicación de esta
exigencia de proporcionalidad “es siempre la presencia de dos principios
constitucionales en conflicto y una decisión que afecta alguno de estos
principios o bienes constitucionales. De este modo, la aplicación del principio
de proporcionalidad debe suministrar elementos para determinar si la
intervención en uno de los principios o derechos en cuestión, es proporcional
al grado de satisfacción que se obtiene a favor del principio o valor
favorecido con la intervención o restricción. El test [superada la exigencia
del fin constitucionalmente legítimo] está compuesto por tres sub principios:
idoneidad, necesidad y ponderación o proporcionalidad en sentido estricto”[37]. Veamos
cada uno de ellos:
En primer lugar, la exigencia de idoneidad, en base a la cual se hace un control de adecuación sobre
la medida o decisión que interviene en los derechos fundamentales o bienes
constitucionales a fin de determinar si reúne las condiciones necesarias para
alcanzar la finalidad perseguida con ella. Una medida es inadecuada cuando
dificulta el alcance de la finalidad proyectada o cuando no desarrolla ningún
efecto en relación al fin de la medida. Si una medida no puede alcanzar o no es
adecuada para el fin que persigue entonces resultará desproporcionada y, por lo
tanto, constitucionalmente ilegítima[38]. Dicho
de otra manera, “la actuación que afecte a un principio o derecho
constitucional ha de mostrarse consistente con el bien o con la finalidad en
cuya virtud se establece. Si esa actuación no es adecuada para la realización
de lo prescrito en una norma constitucional, ello significa que para esta
última resulta indiferente que se adopte o no la medida en cuestión; y
entonces, dado que sí afecta, en cambio, a la realización de otra norma
constitucional, cabe excluir la legitimidad de la intervención”[39].
Lo dice así el mismo Tribunal
Constitucional: “En cuanto al procedimiento que debe seguirse en la aplicación
del test de proporcionalidad, hemos sugerido que la decisión que afecta un
derecho fundamental debe ser sometida, en primer término, a un juicio de
idoneidad o adecuación, esto es, si la restricción en el derecho resulta
pertinente o adecuada al fin propuesto”[40].
En segundo lugar, la exigencia de necesidad manda efectuar un control sobre el carácter
imprescindible de la intervención o limitación del derecho o bien jurídico
constitucional. Se trata de determinar que no exista otra medida igualmente
efectiva y adecuada para alcanzar el fin perseguido, pero distinta de la
utilizada, que suponga una menor restricción para el derecho fundamental o bien
jurídico constitucional que se afecta, pues de lo contrario dicha medida sería
desproporcionada. Para su aplicación es necesario determinar el peligro,
amenaza o perjuicio para el bien jurídico protegido y, en segundo lugar,
constatar que dicho perjuicio es el menor posible[41]. Esto
significa que si la consecución de una finalidad constitucionalmente legítima
puede lograrse a través de una pluralidad de medidas, es imperativo escoger
aquella que menos perjuicios cause al derecho fundamental o bien jurídico
constitucional que limita. Lo explica así nuestro Tribunal Constitucional: “[...]
en segundo lugar,
superado este primer análisis [de la idoneidad], el siguiente paso consiste en
analizar la medida restrictiva desde la perspectiva de la necesidad; esto
supone como hemos señalado, verificar “si existen medios alternativos al
optado” […]. Se trata del análisis de relación medio-medio, esto es, de una
comparación entre medios; el medio elegido por quien está interviniendo en la
esfera de un derecho fundamental y el o los hipotéticos medios que hubiera
podido adoptar para alcanzar el mismo fin”[42].
Por último, la proporcionalidad, y por ende el juicio
de ponderación, se completa con la llamada exigencia de proporcionalidad en sentido estricto, en virtud de la cual se
procura determinar si la carga o el límite que supone la medida o actuación en
el derecho fundamental, o bien jurídico constitucionalmente protegido, es
razonable o proporcional en comparación con la finalidad perseguida. Dicha
carga será más razonable o proporcional cuanto más importante sea para la
protección del derecho o bien jurídico que protege, o para la defensa frente a
los eventuales perjuicios que pueda ocasionar el ejercicio del derecho
fundamental o la actuación del bien jurídico constitucional sobre el cual
incide. En otras palabras, “consiste en acreditar que existe un cierto
equilibrio entre los beneficios que se obtienen con la medida limitadora o con
la conducta de un particular en orden a la protección de un bien constitucional
o a la consecución de un fin legítimo, y los daños o lesiones que de dicha
medida o conducta se derivan para el ejercicio de un derecho o para la
satisfacción de otro bien o valor; aquí es donde propiamente rige la ley de
ponderación, en el sentido de que cuanto mayor sea la afectación producida por
la medida o por la conducta en la esfera de un principio o derecho, mayor o más
urgente ha de ser también la necesidad de realizar el principio en pugna”[43].
Nuestro Tribunal Constitucional lo explica en estos términos: “Finalmente, en un tercer momento y
siempre que la medida haya superado con éxito los test o pasos previos, debe
proseguirse con el análisis de la ponderación entre principios constitucionales
en conflicto. Aquí rige la ley de la ponderación, según la cual ‘cuanto mayor
es el grado de la no satisfacción o de la afectación de un principio, tanto
mayor tiene que ser la importancia de la satisfacción del otro’“[44].
Recapitulando, el
juicio de ponderación permite analizar la legitimidad constitucional de las
normas o decisiones que inciden sobre los derechos fundamentales y demás bienes
jurídicos constitucionalmente protegidos, sirviendo además como juicio
valorativo para solucionar los eventuales conflictos que puedan surgir entre
este sí al concurrir en un caso concreto. Si se inaplica una norma legal –en
ejercicio del control difuso– sin que previamente se haya verificado que dicha norma no cumple con las
exigencias derivadas del test de ponderación (razonabilidad y
proporcionalidad), y resultare que esa norma sí cumple con esas exigencias;
entonces, resulta evidente que esa inaplicación resultará inválida y el control
difuso, así ejercido, una desviación del poder.
v.
La exigencia de una motivación
adecuada
En vista de que el control difuso supone un juicio de
ponderación, y atendiendo a que este se opone a lo arbitrario, el resultado del
control difuso no puede ser el producto de la mera voluntad de quien efectúa
ese control, es decir, una simple consecuencia de su subjetividad o de su
particular apreciación de la vida. Tampoco puede ser el producto de un
razonamiento absurdo o defectuoso. Por el contrario, el control difuso debe ser
acompañado de un razonamiento correcto expuesto a través de una motivación
adecuada, es decir, de una motivación que no sea aparente o defectuosa, de una
argumentación que exponga en forma clara, lógica y suficiente los fundamentos
que justifican esa medida o decisión. Esto con el propósito de que los
destinatarios o interesados conozcan las razones y los intereses por las cuales
se optó por tal o cual decisión al efectuar el control.
No estamos afirmando que las exigencias que conforman
el derecho a una motivación adecuada resulten exigibles tan solo al ejercer el
control difuso. Ellas resultan aplicables en diversos ámbitos del ordenamiento
jurídico y encuentran sustento en el derecho fundamental a un debido proceso. No en vano el Tribunal
Constitucional ha señalado que “el debido proceso comprende, a su
vez, un conjunto de derechos constitucionales que forman parte de su estándar
mínimo, entre los cuales se encuentra el derecho a la motivación”[45].
Como bien precisa este Tribunal, el derecho a la motivación no se satisface con
cualquier tipo de fundamentación, sino con una que sea adecuada, es decir que
no sea aparente, defectuosa ni insuficiente. En ese sentido, establece: “Se viola el derecho a una decisión
debidamente motivada cuando la motivación es inexistente o cuando la misma es
solo aparente, en el sentido de que no da cuenta de las razones mínimas que
sustentan la decisión o de que no responde a las alegaciones de las partes del
proceso o porque solo intenta dar cumplimiento formal al mandato, amparándose
en frases sin sustento fáctico o jurídico”[46]. Se trata de una de las garantías más útiles para evitar la
arbitrariedad o el absurdo en el que puede incurrir el juzgador, o cualquier
otra autoridad, a la hora de tomar una decisión que incida sobre el estatuto o
la esfera de las personas, o demás sujetos en general, sobre todo en cuanto a
los derechos fundamentales y demás bienes constitucionales se refiere.
Por ello, cuando un árbitro –o
un juez– ejerce el control difuso de la constitucionalidad normativa debe
exponer en forma adecuada las razones que lo llevaron a adoptar la
correspondiente decisión, de tal suerte que pueda verificarse su validez. De no
ser así, si la motivación es inexistente o resulta aparente, defectuosa o
arbitraria, se quitaría legitimidad constitucional a esa decisión.
vi.
La revisión judicial de la decisión
arbitral frente al ejercicio indebido del control difuso
Para
terminar, recordemos que el tránsito del Estado legal al Estado constitucional
de Derecho supuso, entre otros aspectos, abandonar la vieja tesis según la cual
la Constitución no era más que un simple código político –sin fuerza jurídica
alguna– para convertirse en una auténtica norma jurídica de la mayor jerarquía.
Esto significa que la Constitución actualmente es –entre otras cosas– el
principal criterio de validez de todo acto de poder, incluyendo un laudo
arbitral o una sentencia. Si un laudo o una sentencia son contrarios a la
Constitución, irremediablemente son inválidos: no pueden surtir efectos
jurídicos. Lo destaca el Tribunal Constitucional: “[En el] Estado
constitucional de Derecho [...] todo poder devino entonces en un poder
constituido por la Constitución y, por consiguiente, limitado e informado,
siempre y en todos los casos, por su contenido jurídico-normativo”; debido a
que “la Constitución preside el ordenamiento jurídico (artículo 51º), […]
ningún acto de los poderes públicos (artículo 45º) o de la colectividad en
general (artículo 38º) puede vulnerarla válidamente”[47]. Por
ese mismo motivo, en un Estado constitucional de Derecho –como lo es el
peruano– ningún laudo ni cualquier otro acto de poder están exentos de control
constitucional. Lo ha reiterado el Tribunal Constitucional a través de una
vasta jurisprudencia: “En un Estado Constitucional de Derecho no existen (ni
pueden auspiciarse) zonas exentas de control constitucional, más allá de
aquellas que la propia Constitución pueda haber establecido con carácter
excepcional”[48].
Estas
consecuencias alcanzan al arbitraje. Lo refirma el mismo Tribunal: “La
naturaleza de jurisdicción independiente del arbitraje, no significa que
establezca el ejercicio de sus atribuciones con inobservancia de los principios
constitucionales”[49]. Y
agrega: “Ello es así por cuanto la función jurisdiccional se sustenta y se debe
a la norma fundamental, más allá de la especialidad sobre la que pueda versar o
de la investidura de quienes la puedan ejercer. De este modo y aunque se dota a
la justicia arbitral de las adecuadas garantías de desenvolvimiento y se
fomenta su absoluta observancia, la misma se encuentra inevitablemente
condicionada a que su ejercicio se desarrolle en franco respeto al orden
constitucional y a los derechos de la persona”[50]. Y
ampliando su explicación, en otro momento el Tribunal Constitucional indica: “La
Constitución es la norma de máxima supremacía en el ordenamiento jurídico y,
como tal, vincula al Estado y la sociedad en general. De conformidad con el
artículo 38º de la Constitución, “Todos los peruanos tienen el deber [...] de
respetar, cumplir [...] la Constitución”. Esta norma establece que la
vinculatoriedad de la Constitución se proyecta erga omnes, no solo
al ámbito de las relaciones entre los particulares y el Estado, sino también a
aquéllas establecidas entre particulares. [...]. En consecuencia, cualquier
acto proveniente de una persona natural o persona jurídica de derecho privado,
que pretenda conculcar [las normas constitucionales…], resulta inexorablemente
inconstitucional”[51].
Al
ser inválidos los actos de poder que vulneran la Constitución –aun cuando se
traten de un laudo o una sentencia–, esa invalidez no puede ser omitida ni
salvada por el juzgador. Antes bien, debe ser declarada como parte de la tutela
jurisdiccional a favor del afectado y en garantía de los preceptos
constitucionales vulnerados. Solo así se garantizará la suprema fuerza
normativa de la Constitución. El Tribunal Constitucional lo explica: “La
judicialización de la Constitución o, para ser más exactos, la de todo acto que
a ella contravenga, es la máxima garantía de que su exigibilidad y la de los
derechos fundamentales reconocidos, no está sujeta a los pareceres de intereses
particulares; por el contrario, todo interés individual o colectivo, para ser
constitucionalmente válido, debe manifestarse de conformidad con cada una de
las reglas y principios, formales y sustantivos, previstos en la Carta
Fundamental”[52].
Por tales
fundamentos, resulta jurídicamente procedente solicitar al órgano competente
del Poder Judicial (e incluso, en última instancia, al Tribunal Constitucional)
tutela jurisdiccional para que invalide un laudo que, al ejercer el control
difuso de la constitucionalidad normativa, vulneró los parámetros constitucionales
que rigen tal tipo de control. Ese pedido no tiene por objeto que se revise el
fondo mismo del asunto resuelto en el arbitraje, revisión que se encuentra
prohibida por la ley (por ejemplo, si el arbitraje versó sobre la nulidad de un
contrato, la solicitud de tutela no tiene por objeto que se verifique si el
contrato es nulo o no), sino tan solo que se someta al laudo a un control
constitucional a fin de verificar que vulneró la Constitución en el ejercicio
del control difuso. Por esa razón, al solicitar la revisión no debe buscarse
que el órgano jurisdiccional que efectuará la revisión se pronuncie sobre la
pretensión contenida en la demanda arbitral que el laudo resolvió. Lo que debe
buscarse –únicamente– es que dicho órgano jurisdiccional verifique que el laudo
vulneró la Constitución y, tras esa verificación, anule el laudo para que sean
los propios árbitros quienes resuelvan nuevamente el fondo del asunto –de ser
el caso— pero esta vez sin las vulneraciones constitucionales en las que
incurrieron. En términos más simples, lo que se busca y debe buscarse es que se
tutele jurisdiccionalmente la mayor fuerza normativa de la Constitución.
La Corte Suprema de
Justicia de la República ha reconocido este acierto al señalar que la
declaración de nulidad de un laudo –verbigracia, por contravenir la
Constitución– no supone revisar el fondo mismo del asunto resuelto en el
arbitraje, sino únicamente ejercer el control jurisdiccional de la validez del
laudo, conforme a lo previsto en la ley. Lo ha dicho en estos términos: “[...]
el hecho de haber sometido a análisis los distintos extremos del laudo dictado
por el tribunal arbitral [...] no constituye una infracción al principio de
irrevisibilidad del criterio arbitral, pues al hacerlo la Sala Superior no ha
tenido como propósito avocarse a la decisión sobre el fondo de la controversia,
sino únicamente determinar [...] si se habían configurado las causales de
invalidez invocadas en el recurso de anulación”; por lo que la Corte Suprema
finaliza diciendo: “Esto último se hace más evidente aún al observar que en la
sentencia objeto de casación la Sala Superior no emite ningún tipo de
pronunciamiento sobre la suerte que deba merecer el fondo de la controversia
debatida [en el arbitraje] [...] sino que se limita a declarar la nulidad del
laudo impugnado y reenvía una vez más la causa al tribunal arbitral para la
emisión de un nuevo laudo”[53].
[1] Sentencia del Tribunal Constitucional. Exp.
N° 142-2011-PA/TC, fundamento 24.
[2] Ibíd.,
fundamento 26.
[3] Sentencia del Tribunal Constitucional. Exp.
N° 00006-2006-CC/TC, fundamentos 46 y 47.
[4] Resolución del Tribunal Constitucional.
Exp. N° 00006-2006-CC/TC,
fundamento 5.
[5] Sentencia del Tribunal Constitucional. Exp.
N° 0024-2003-AI/TC, página 5.
[6] Ibíd.
[7] Ibíd.
[8] Sentencia del Tribunal Constitucional. Exp.
N° 3741-2004-AA/TC, fundamentos 42-43.
[9] Sentencia del Tribunal Constitucional. Exp.
N° 0024-2003-AI/TC, página 8.
[10] MAGALONI, Ana Laura. El precedente
constitucional en el sistema judicial norteamericano, Madrid: McGraw Hill,
2001, p. 84.
[11] Sentencia del Tribunal Constitucional.
Exp. N° 0024-2003-AI/TC, página 3.
[12] Sentencia del Tribunal Constitucional. Exp. N° 006-2006-PC/TC,
fundamento 40.
[13] Sentencia del Tribunal Constitucional. Exp. N° 0024-2003-AI/TC, página 3.
[14] Sentencia del Tribunal Constitucional. Exp. N° 142-2011-PA/TC,
fundamento 26.
[15] Idem.
[16] Idem.
[17] Idem.
[18] Explica el Tribunal Constitucional que «a partir del debido
proceso también es posible un control que no es solo procesal o formal, sino
también material o sustancial, respecto de la actuación jurisdiccional
vinculado esta vez con la proporcionalidad y razonabilidad de las decisiones
que emite en el marco de sus potestades y competencias” (Sentencia del Tribunal
Constitucional. Exp. N° 1209-2006-PA/TC, fundamento 29). Y agrega: «El debido
proceso en su dimensión sustancial quiere significar un mecanismo de control
sobre las propias decisiones y sus efectos, cuando a partir de dichas
actuaciones o decisiones se afecta de modo manifiesto y grave cualquier derecho
fundamental”, con el objeto de evitar «zonas de intangibilidad para que la
arbitrariedad o la injusticia puedan prosperar cubiertas con algún manto de
justicia procedimental o formal” (Ibíd.,
fundamento 30).
[19] Sentencia del Tribunal Constitucional. Exp.
N° 142-2011-PA/TC, fundamento 26.
[20] Sentencia del Tribunal Constitucional. Exp.
N° 020-2003-AI/TC, fundamento 33.
[21] Sentencia del Tribunal Constitucional. Exp.
N° 1680-2005-PA/TC, fundamentos 3 y 4.
[22] Sentencia del Tribunal Constitucional. Exp.
N° 0004-2004-AI/TC, fundamento 26.
[23] Sentencia del Tribunal Constitucional. Exp.
N° 1230-2002-HC/TC, fundamento 4.
[24] Sentencia del Tribunal Constitucional. Exp.
N° 5854-2005-Pa/TC, fundamento 12.
[25] Idem.
[26] Ibíd.
[27] Sentencia del Tribunal Constitucional. Exp.
N° 02132-2008-PA/TC, fundamento 26.
[28] Cfr.
SOLOZÁBAL ECHAVARRÍA, Juan José. “Algunas
cuestiones básicas de la teoría de los derechos fundamentales”. En Revista
de Estudios Políticos -Nueva Época-,
núm. 71, Enero-Marzo, p. 98.
[29] PRIETO SANCHÍS, Luis. Justicia Constitucional y Derechos Fundamentales, Madrid: Trotta,
2003, p. 189.
[30] Las antinomias abstractas o
propias del discurso de validez se presentan cuando los supuestos de hecho
descritos por dos o más normas
–con consecuencias jurídicas diferentes– se superponen conceptualmente, de
forma tal que siempre que se pretenda aplicar alguna de ellas se producirá el
conflicto con las demás. En tal caso, o alguna norma no es válida u opera como
una excepción permanente frente a las demás. Como quiera que en este tipo de
casos las normas involucradas presentan condiciones de aplicación cerradas o
suficientemente perfiladas, los conflictos normativos que se presentan entre sí
suelen resolverse con los criterios tradicionales de solución de antinomias: el
jerárquico, el cronológico, el de especialidad, etc.
En cambio, las antinomias en concreto o propias del
discurso de aplicación se presentan cuando las condiciones de aplicación de las
normas involucradas no aparecen cerradas o suficientemente perfiladas, al punto
que no es posible definir en abstracto la contradicción ni conocer por
adelantado los supuestos o casos de aplicación. Por lo tanto, no contamos con
una regla segura para resolver los eventuales conflictos normativos que puedan
surgir. Este tipo de antinomias, propias del discurso de aplicación, suele
presentarse entre normas coetáneas y del mismo nivel jerárquico que, además,
carecen de supuesto de hecho o condiciones de aplicación o han sido formuladas
de tal manera que no es posible establecer cuál de ellas es una excepción
frente a la otra (como ocurre con varios preceptos constitucionales). Allí no
es posible aplicar el criterio cronológico ni el criterio jerárquico y mucho
menos el criterio de especialidad para resolver las situaciones de conflicto
normativo. En tales casos estos deben ser resueltos mediante otras técnicas o
criterios correspondientes al discurso de aplicación (Cfr. PRIETO SANCHÍS, Ibíd., p. 179).
[31] PRIETO SANCHÍS,
Ibíd., p. 189.
[32] PRIETO SANCHÍS,
Ibíd., pp. 190-191.
[33] Es ejemplo de ello el trabajo de BERNAL
PULIDO, Carlos.,
El principio de proporcionalidad y los derechos fundamentales. Madrid: Centro
de Estudios Políticos y Constitucionales, 2003.
[34] BIDART CAMPOS,
Germán. J. La
Corte Suprema –El Tribunal de las Garantías Constitucionales-. Buenos
Aires: Ediar, 1984, p. 108.
[35] PRIETO SANCHÍS, Op. cit., p.
199.
[36] Sentencia del Tribunal Constitucional. Exp.
N° 1209-2006-PA/TC, fundamento 54.
[37] Ibíd.,
fundamento 55.
[38] Véase en: ALEXY, Robert. Teoría de los derechos fundamentales, traducción
de E. Garzón Valdés, Madrid: Centro de Estudios Constitucionales, 1994, p. 114.
[39] PRIETO SANCHÍS, Op. cit., p. 200.
[40] Sentencia del Tribunal Constitucional. Exp.
N° 1209-2006-PA/TC, fundamento 56.
[41] Véase en.: ALEXY,
Op. cit., p. 113.
[42] Sentencia del Tribunal Constitucional. Exp.
N° 1209-2006-PA/TC, fundamento 56.
[43] PRIETO SANCHÍS, Op. cit., p. 202. Este
autor advierte que cuando la proporcionalidad en sentido estricto se hace valer
en el enjuiciamiento de normas generales y más concretamente de leyes, «el
carácter consecuencialista del argumento bien podría desembocar en una
ablación, en una eliminación absoluta de uno de los principios en pugna, y ello
ocurrirá cuando la necesidad y la urgencia de atender a un fin valioso e
importante mostrase como justificada la postergación general de otro bien o
derecho. En materia de derechos fundamentales, ésta es una consecuencia que
puede evitarse a través de la cláusula del contenido esencial, pues cualquiera
que sea su discutido alcance, debe al menos servir como contrapunto a los
argumentos ponderativos; sería algo así como la traducción jurídica de la vieja
pretensión de los derechos de situarse como derechos absolutos, al margen del regateo
político y del cálculo de intereses sociales, por importantes que éstos puedan
ser. Pero, con carácter general, existe otro argumento contra la posible
eliminación o lesión absoluta de algún principio constitucional que deriva del
propio carácter de la ponderación; y es que ésta ha de partir y ha de culminar
en la preservación de todas las normas constitucionales consideradas en
abstracto, en el nivel de la validez, sin cancelar en ese nivel su tendencial
conflicto, y una ley que afectase de modo definitivo al núcleo de algún
principio, aun cuando justificada en una perspectiva consecuencialista,
equivaldría a una jerarquización o al establecimiento de una cláusula de
excepción a favor de algún bien constitucional; y ello, como hemos indicado,
supondría una tarea constituyente” (Ibíd.,
pp. 202-203).
[44] Sentencia del Tribunal Constitucional. Exp.
N° 1209-2006-PA/TC, fundamento 56.
[45] Sentencia
del Tribunal Constitucional. Exp. N° 03122-2012-PA/TC, fundamento 3.3.1.
[46] Sentencia del Tribunal Constitucional. Exp. N
° 00728-2008-PHC/TC, fundamento
7.
[47] Sentencia del Tribunal Constitucional. Exp.
N° 5854-2005-PA/TC, fundamentos 3 y 6.
[48] Sentencia del Tribunal Constitucional. Exp.
N° 1230-2002-HC/TC, fundamento 5.
[49] Sentencia del Tribunal Constitucional. Exp.
N° 6167-2005-PHC/TC, fundamento 9.
[50] Sentencia del Tribunal Constitucional. Exp.
N° 142-2011-PA/TC, fundamento 11.
[51] Sentencia del Tribunal Constitucional. Exp.
N° 1124-2001-AA/TC, fundamento 6.
[52] Sentencia del Tribunal Constitucional. Exp.
N° 5854-2005-PA/TC, fundamento 8.
[53] CORTE SUPREMA DE JUSTICIA DE LA REPÚBLICA. Casación
N° 4645-2015-Lima, de 3 de noviembre de 2016, considerandos 28-29.