VERÓNICA MONTES
Bryn Mawr College, Estados Unidos
Resumen. En este estudio, examino la manera en que la deportación inflige diferentes formas de sufrimiento tanto a los migrantes como a sus familias. A partir de una serie de entrevistas abiertas con migrantes mexicanos, hijos de inmigrantes y deportados, examino no solo la condición subjetiva del estado de deportación de un migrante, sino también intento comprender el persistente miedo que tal condición inflige a cada uno de los miembros de la familia. Por lo tanto, en los casos presentados se intenta documentar las circunstancias que contribuyen a dicho sufrimiento. Por último, aunque todas las historias presentadas en este trabajo reflejan una dosis del dolor y ansiedad de las familias, también retratan, en última instancia, historias de resistencia y resiliencia dentro de la comunidad migrante.
Palabras clave: migración de retorno; sufrimiento; régimen de deportación; resiliencia; México; Estados Unidos.
Deportability and manifestations of suffering of Mexican immigrants and their families in the United States: Social indifference and lessons of resilience
Abstract. In this study, I examine the way in which deportation inflicts different forms of suffering upon both immigrants themselves and their families. Drawing on a series of open-ended interviews with Mexican immigrants in the United States, as well as children of immigrants, and deportees, I examine not only the subjective condition of immigrants’ deportability status but also how living in a constant state of fear affects every member of the family. In each of the cases, I document the circumstances that contribute to the suffering of immigrants and their families. Finally, although all the stories presented here were forged through pain and anxiety, ultimately, these narratives demonstrate resistance and resilience within the migrant community.
Keywords: Return migration; suffering; deportation regime; resilience; Mexico; United States.
Introducción
El retorno voluntario de los inmigrantes mexicanos a sus comunidades de origen es una parte inherente del antiguo sistema migratorio entre Estados Unidos y México. Sin embargo, en la década de 1990 se pasó de este patrón de retorno voluntario al retorno forzado, dado el creciente número de inmigrantes mexicanos a los que se estaba deportando de los Estados Unidos (Wheatley, 2011). Hoy en día, el número de inmigrantes mexicanos que regresa voluntariamente a su país supera al de quienes intentan llegar a los Estados Unidos. Según Golash-Boza y Hondagneu-Sotelo, el Gobierno estadounidense efectuó 4,2 millones de deportaciones entre 1997 y 2012, lo que representó casi el doble del total de las que tuvieron lugar hasta 1997: 1,9 millones de personas (2013). México, Guatemala, El Salvador y Honduras comprenden el 91% de las deportaciones efectuadas por el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE) entre 2003 y 2013 (Suárez, 2016). Los inmigrantes mexicanos por sí solos dan cuenta de siete de cada diez deportados, lo que suma hasta 3 millones de personas (Price & Breese, 2016). Esta cifra es creciente y ha hecho que los estudiosos (De Genova & Peutz, 2010; Golash-Boza, 2015) analicen los «regímenes de deportación» en los cuales los Estados nación se endurecen contra la llamada inmigración «ilegal».
Este extraordinario número de deportaciones esconde el inmenso sufrimiento humano provocado por la violencia estatal, la separación de las familias, la angustia emocional, el temor y las penurias individuales que los inmigrantes enfrentan al regresar a su comunidad de origen. La mayoría de los estudios de la deportación de Estados Unidos se ha concentrado en sus mecanismos (Brotherton & Barrios, 2011; Countin, 2000; Golash-Boza, 2012; King, Massoglia, & Uggen, 2012), en el incremento en la cooperación entre la policía de inmigración y el ICE, la falta de supervisión federal de las políticas locales de aplicación de la ley (Armenta, 2012; Donato & Armenta, 2011; Stumpf, 2006) y la construcción social de la ilegalidad, esto es, en cómo las comunidades responden a la amenaza de la deportación (Chomsky, 2014; De Genova & Peutz, 2010; Menjívar, 2011). Los efectos psicosociales del sufrimiento que los deportados y sus familias soportan aún no han sido explorados en forma suficiente. Algunas excepciones son los estudios de Berger Cardoso, Randle Hamilton, Rodríguez, Eschbach y Hagan (2016) y De Dreby (2012), pero ellos se concentran fundamentalmente en el impacto sobre hombres, mujeres y niños, así como en los cambios en la estructura familiar.
Este artículo busca llenar un vacío en la literatura examinando la interacción entre la deportación, aquí considerada como la migración de retorno forzosa, involuntaria o sin querer, y las distintas manifestaciones del sufrimiento que soportan los inmigrantes y sus familias debido a la deportación de un ser amado. A partir de una serie de entrevistas abiertas con inmigrantes, hijos de inmigrantes y deportados, examino no solo la condición subjetiva de la deportabilidad (De Genova, 2002) tal como la experimenta un inmigrante, sino también el temor incesante que semejante condición inflige a cada miembro de la familia.
La condición de deportabilidad alude a un sentimiento de temor –a ser detenido por las autoridades del ICE, llevado a un centro de detención para ser deportado, enviado de vuelta al país de origen y, por último, a ser separado de su familia–, temor que experimentan millones de inmigrantes indocumentados en los Estados Unidos. Este miedo a ser detenido lo experimentan no solo los inmigrantes mismos sino también –como demostraré en este artículo– otros miembros de la familia cuya ciudadanía estadounidense no les protege del dolor de ver a sus seres queridos deportados.
Mediante entrevistas a profundidad realizadas a inmigrantes y sus familias, he logrado documentar la diversidad de las circunstancias que contribuyen a sus dificultades. Debido a su estatus de deportabilidad, los inmigrantes experimentan el sufrimiento no solo durante el proceso de deportación mismo, sino que este estrés se convierte también en parte inherente de su identidad. En otras palabras, el estatus de deportabilidad provoca el sufrimiento no solamente durante ese proceso, sino también antes y después. En dicho contexto, la amenaza y el temor a la deportación tienen un papel determinante en la vida cotidiana de los inmigrantes indocumentados tanto en Estados Unidos como también en aquellas personas que ya han sido deportadas a su comunidad de origen. En este sentido, el sufrimiento que los inmigrantes y sus familias encarnan no es únicamente transnacional, puesto que lo experimentan los parientes a ambos lados de la frontera, es también colectivo y transgeneracional, ya que afecta a todos los integrantes de la familia del migrante indocumentado. Para explicar esto, comenzaré presentando el marco que guía este artículo: primero expondré diversas teorías que nos ayudan a comprender la interacción entre el sufrimiento y la migración y luego revisaré la discusión teórica referida a la migración de retorno.
Después, en la sección empírica examino el régimen de deportación que durante las dos últimas décadas ha tenido un amplio impacto sobre la comunidad inmigrante indocumentada de los Estados Unidos y sobre la comunidad inmigrante mexicana en particular. Tras presentar los métodos de investigación, expondré tres hallazgos claves, cada uno de ellos en una sección distinta. La primera de estas examina la serie de dilemas emocionales que los inmigrantes soportan diariamente debido a su estatus migratorio liminal. La segunda sección explora lo que llamo el «sufrimiento heredado»; este es el sufrimiento que experimentan los hijos de los inmigrantes, quienes viven con el temor constante a que sus padres sean deportados en cualquier momento. En la tercera sección examino uno de los escenarios de lo que sucede una vez que los inmigrantes son deportados y los retos que enfrentan al regresar a su comunidad de origen. Mi análisis se centra específicamente en los jóvenes que han sido deportados o que deciden regresar.
En la sección final, sostengo que para poder comprender mejor los mecanismos que provocan el sufrimiento del migrante debemos situar y analizar sus experiencias dentro de un contexto social amplio. Por ejemplo, ¿qué efecto tiene este sufrimiento sobre las personas y las comunidades? ¿Qué nos dice sobre una sociedad el hecho de que inflija daño social a un grupo específico? ¿Y qué nos dice de ella el hecho de que tantas personas sean al parecer indiferentes con respecto al sufrimiento de una comunidad específica? Y, lo que es aún más importante, ¿cómo es que, a pesar del escenario adverso que enfrentan, los inmigrantes encuentran formas de superar los retos de la migración contemporánea?
¿Qué es el sufrimiento?
Aunque se trata de una experiencia subjetiva, el sufrimiento es algo ineludible y común a todos nosotros, «no obstante lo cual solo puede conocerse singularmente como propio» (Wilkinson, 2005, p. 16). Es su subjetividad lo que hace que resulte tan difícil definir el sufrimiento, y aún más particularmente escribir sobre él. Para poder hablar eficazmente del sufrimiento debemos distinguirlo del dolor, puesto que ambos conceptos a menudo se emplean de modo intercambiable. El dolor es más objetivo que el sufrimiento y si bien el primero es considerado una sensación fisiológica, el segundo es percibido como una respuesta psicológica subjetiva al dolor (Wilkinson, 2005). En otras palabras, mientras que el dolor se sitúa en el cuerpo, el ámbito del sufrimiento «se extiende más allá de los límites de una sensación meramente corporal, para abarcar así toda nuestra experiencia de la personalidad en el cuerpo, la mente y el “espíritu”» (Amato, 1990, p. 15; Cassell, 1982, citados en Wilkinson, 2005). Esta línea de razonamiento sugiere que el dolor es una cuestión anatómica a la cual se debe tratar médicamente. Es por dicha razón que los expertos en medicina definen al dolor como «una sensación desagradable de experiencia emocional asociada con un daño real o potencial al tejido, o a la que se describe en términos de semejante daño» (Hron, 2009, p. 25). De otro lado, el sufrimiento responde a un estado mental, que está sujeto a una serie de percepciones sociales y culturales (Hick, 1966, p. 354-358 citado en Wilkinson, 2005).
En este contexto, en donde el dolor manifiesta a una experiencia corporal objetiva y el sufrimiento a una subjetividad particular configurada por las normas socioculturales, «se entiende que toda experiencia del dolor tiene lugar dentro de –y es más, se deriva en cierta medida de– una cultura particular del sufrimiento» (Wilkinson, 2005, p. 25). Esta interacción entre el sufrimiento y la sociedad es lo que los estudiosos llaman el «sufrimiento social», un concepto «desarrollado para entender cómo es que el sufrimiento de las personas es provocado por la sociedad y está condicionado por ella» (Wilkinson & Kleinman, 2016, p. 14). Según estos autores, el sufrimiento social tiene lugar cuando los humanos quedan lastimados. El daño puede ser social, económico, moral, emocional, físico, sexual y espiritual. Por otra parte, «el sufrimiento tiene lugar como un asalto intensamente violento y dañino sobre la persona humana» (Wilkinson & Kleinman, 2016, p. 15).
Es por esta razón que debemos entender el sufrimiento como la manifestación de un daño que priva a una persona de su humanidad. En este contexto, la diferencia entre el dolor y el sufrimiento es que el primero es físico y se manifiesta a través del cuerpo, en tanto que el segundo es una condición más emocional provocada por las condiciones sociales. Así, si la sociedad provoca y condiciona el sufrimiento, ¿cuáles son los factores que hacen que los inmigrantes y sus familias experimenten altos niveles de ansiedad y angustia que conducirán a un sufrimiento de largo plazo? Y más específicamente, ¿cuál es la relación entre el sufrimiento y la migración? A continuación, la exploraré brevemente.
El sufrimiento social y la migración
En el contexto de la migración, el sufrimiento social que los inmigrantes soportan, en especial los indocumentados, es casi invisible y por ello socialmente irreconocible. En su estudio literario crítico de las novelas acerca de los migrantes y su sufrimiento, Madelaine Hron sugiere que «como el sufrimiento es considerado una parte inherente de la narrativa inmigrante, pasa fácilmente a ser considerado parte de la experiencia del grupo inmigrante y los migrantes mismos lo internalizan como algo necesario» (2009, p. 18). Parecería, en este sentido, que cuando un migrante decide dejar su país de origen, hay una aceptación implícita de que tendrá que pagar una cuota de penurias, superar obstáculos y sufrir. A pesar de la presencia del sufrimiento en la experiencia migratoria, esta ha sido poco estudiada en el área de los estudios de migración. La mayoría de los estudios acerca de las subjetividades emocionales que los migrantes experimentan, como el sufrimiento, se ha concentrado en otros impactos psicológicos que ellos y sus familias viven a consecuencia del evento migratorio. Los estudiosos (Dreby, 2006; Sadiqi & Ennaji, 2004; Salgado de Snyder, 1993) han documentado sentimientos de angustia, ansiedad, depresión, culpabilidad y a veces sentimientos suicidas entre las mujeres debido a la migración de sus esposos; otros (Achotegui, 2009; Ryan, 2008; Svašek, 2008) han examinado los distintos desórdenes psiquiátricos que los inmigrantes desarrollan debido a su reubicación geográfica.
Diversos investigadores han comenzado asimismo a explorar cómo es que otras subjetividades emocionales tienen un papel significativo en la vida de los inmigrantes, como en el caso de Escandell y Tapias (2010), quienes desarrollaron un marco con el cual comprender mejor cómo es que las emociones y su encarnación afectan al bienestar global de los inmigrantes bolivianos en España, específicamente cuando se encuentran separados de sus seres queridos. Si bien estos estudios revelan los sentimientos y emociones experimentados por los inmigrantes y sus familias, la experiencia del sufrimiento en el contexto de la migración de retorno aún no se ha explorado a fondo. El primero en examinar la relación directa entre el sufrimiento y la migración fue Abdelmalek Sayad (2004) en su fecundo trabajo The Suffering of the Immigrant («El sufrimiento del inmigrante»), donde describe detenidamente las vicisitudes, sufrimientos y expectativas de los inmigrantes argelinos a su arribo a Francia. Su trabajo subraya lo imposible que es comprender la complejidad de dejar la tierra natal sin examinar también los procesos de emigración e inmigración. Para Sayad (2004), la doble ausencia del migrante –el hecho de no pertenecer plenamente ni a la sociedad receptora ni a su comunidad de origen– es lo que define su paradójica esencia y lo que sirve como su fuente principal de sufrimiento.
De otro lado, los inmigrantes sufren debido a que se encuentran lejos de su país de origen y a que han dejado atrás todo lo que les era familiar y les daba un sentido de pertenencia. Además, en la sociedad donde se asientan, los inmigrantes enfrentan nuevos desafíos debido a que se les ve como el Otro. En algunos casos, ser vistos de este modo crea una estructura de violencia contraria a la idea del migrante, en particular de aquellos cuyo estatus migratorio es irregular. En su estudio de los distintos tipos de violencia que los inmigrantes (especialmente los indocumentados) soportan en los Estados Unidos, Menjívar y Abrego presentaron la noción de violencia legal, la cual esencialmente «capta el sufrimiento debido a, y que es posible mediante la implementación de, corpus legales que delimitan y dan forma a la vida de las personas de modo cotidiano» (2012, p. 1387). Es de particular importancia que la violencia legal se encuentre inserta dentro de las prácticas legales. Ella está sancionada y se la implementa activamente mediante procedimientos formales, legitimados y en consecuencia considerados «normales» y naturales porque «es la ley» (Menjívar & Abrego, 2012, p. 1387). La violencia legal a la cual los inmigrantes se encuentran sometidos es normalizada y se asume que es legítima debido a que está consagrada por la ley. De este modo, en una sociedad neoliberal en donde el discurso ideológico presenta a las personas como responsables tanto de sus logros como de sus fracasos, el sufrimiento también pasa a ser responsabilidad del migrante –a quien se señala como causante de su deportación– y es el castigo por haber violado la ley de migraciones. Con esto en mente, el presente artículo conceptualiza el sufrimiento del migrante como la acumulación de experiencias psicosociales creadas debido a su estatus de deportabilidad, lo que genera altos niveles de angustia, ansiedad, temor, desesperación y frustración tanto en él como en su familia. Una característica particular de dicho sufrimiento es que los migrantes y sus familias lo soportan no solo a lo largo de un prolongado lapso, sino también a través de su aislamiento e invisibilidad sociales. Es más, dicho sufrimiento se deriva directamente de un marco legal y social en el cual los inmigrantes son criminalizados y deshumanizados.
El sufrimiento experimentado por los inmigrantes se ha incrementado considerablemente en el transcurso de la última década debido a lo que algunos estudiosos llaman un «régimen de deportación». En la siguiente sección exploraré cómo es que dicho régimen surgió y cuál es su relación con la migración de retorno.
La deportación como una nueva forma de migración de retorno y su régimen
La migración de retorno ha sido durante mucho tiempo una característica del sistema migratorio entre México y Estados Unidos (Hernández-León & Zúñiga, 2016). El deseo de regresar al país de origen siempre ha sido un aspecto inherente y doloroso de la experiencia migrante y gran parte de la literatura sobre la migración gira en torno a la nostalgia del hogar, un tema común en muchas obras literarias clásicas y contemporáneas (Cassin, 2016). Si el regreso a casa es lo que los inmigrantes añoran, ¿por qué razón entonces es la migración de retorno una fuente de sufrimiento para millones de ellos? La respuesta radica en cómo es que dicho retorno tiene lugar. Hoy en día millones de inmigrantes que han regresado a sus comunidades de origen lo hicieron en contra de su voluntad y esto provocó temor, desesperación, incertidumbre, frustración y sufrimiento. En este artículo trato el evento de la deportación como una migración de retorno forzosa, puesto que dicho evento toma la forma de un episodio inesperado, no intencional y/o involuntario en la vida de los inmigrantes y sus familias. Aunque la historia de las deportaciones en los Estados Unidos no es nueva, lo que sí ha cambiado es el número cada vez más grande de deportados, un fenómeno al cual algunos investigadores aluden como un «régimen de deportación», el cual para millones de personas ha significado la ruptura de su familia.
El régimen de deportación debe entenderse como una parte de la maquinaria estatal estadounidense que criminaliza a millones de inmigrantes, les priva de su humanidad y –lo que es tal vez más importante– opera como una estructura que extiende el control sobre la división global del trabajo. En suma, el objetivo de dicho régimen es «reforzar la división internacional del trabajo de carácter racial, así como la jerarquía de igual tipo del mercado laboral doméstico» (Golash-Boza, 2016, p. 39). Al hacer esto, el Estado nación convierte a millones de inmigrantes indocumentados en lo que Standing (2011) llama precariats, que no son ni parte de la «clase trabajadora» ni tampoco «proletarios» y a los que más bien se les da una nueva identidad social que depende de su «deportabilidad» (De Genova, 2002), lo que hace que ellos sean más vulnerables y su existencia más precaria.
Cuando la amenaza de la deportación que se alza sobre estos trabajadores pasa a ser realidad y los trabajadores indocumentados son deportados a su patria, se les empuja del fondo de la jerarquía del empleo en los Estados Unidos y a los mercados laborales de su país de origen, donde sus opciones para la supervivencia son mucho más limitadas (Golash-Boza, 2016, p. 39).
Es a través de este régimen de deportación que millones de seres humanos viven una suerte de vida desperdiciada (Bauman, 2004), en la cual toda posibilidad de alcanzar estabilidad y dignidad resulta inalcanzable.
De este modo, el régimen de deportación funciona no solo como un mecanismo con el cual se refuerza una división del trabajo de carácter racial, sino que además se ha empleado como un instrumento con el cual se convierte en chivos expiatorios a ciertos grupos étnicos, de manera que así el Estado nación enfrenta el descontento social doméstico que surge durante las crisis económicas. Esto ha sucedido en el caso de los inmigrantes mexicanos en Estados Unidos, en donde ha habido dos eras de deportación en los más de cien años de historia migratoria que estos dos países comparten. La primera ocurrió a comienzos de la década de 1930, cuando aproximadamente 450.000 inmigrantes mexicanos fueron deportados debido a la Gran Depresión, y la segunda en 1954, año en que el Servicio Nacional de Inmigración reportó que más de un millón de inmigrantes mexicanos habían sido deportados en lo que se conoció como la Operation Wetback (Cohen, 2011; Foley, 2014). Aunque la práctica de la deportación declinó temporalmente, a comienzos del siglo XXI se ha visto el resurgimiento de un amplio y vigoroso régimen de deportación. Los investigadores (Abrego, Coleman, Martínez, Menjívar, & Slack, 2017; Brabeck & Xu, 2010; Menjívar & Abrego, 2012; Price & Breese, 2016) sostienen que la «Ley de reforma de la inmigración ilegal y responsabilidad del migrante» (Illegal Immigration Reform and Immigrant Responsibility Act, IIRIRA) de 1996 alteró profundamente el clima para los inmigrantes indocumentados que vivían en los Estados Unidos y, lo que es más importante, que la implementación de esta política migratoria estadounidense estableció oficialmente la criminalización de millones de familias de inmigrantes. Por ejemplo, una disposición de la ley convertía los delitos menores en causal de deportación, de modo que con ella hasta los inmigrantes documentados podían ser deportados, pues la ley estaba redactada de modo tal que criminalizaba una amplia gama de comportamientos.
Se calcula que, a finales de 2013, 4,2 millones de personas habían sido deportadas de los Estados Unidos (Price & Breese, 2016), lo que supera enormemente al número de personas que lo fueron durante el período de 107 años que se extiende de 1892 a 1999 (DHS, 2011, citado en Price & Breese, 2016). La inmensa mayoría –91%– de los deportados entre 2003 y 2013 provenía de México, Guatemala, El Salvador y Honduras (Suárez, 2016) y el 90% de ellos eran varones. Los inmigrantes mexicanos por sí solos dan cuenta de siete de cada diez deportados, lo que en total suma 3 millones (Price & Breese, 2016). Comparando el número significativo de varones latinos deportados con los 10,4 millones de indocumentados que vivían en Estados Unidos en 2008 –de los cuales 4,1 millones eran mujeres y 80% de Latinoamérica (Passel & Cohn 2009, citados en Golash-Boza, 2016)–, queda claro que esta práctica de deportación responde a lo que los investigadores llaman una remoción racial y con carácter de género de los inmigrantes varones latinos de Estados Unidos en general (Golash-Boza & Hondagneu-Sotelo, 2013) y de los varones mexicanos inmigrantes en particular. En la mayoría de familias, el principal sostén del hogar es el hombre, de modo tal que cuando él es deportado, es su cónyuge quien pasa a ser la única fuente de ingreso familiar, con lo cual las esposas y los hijos tienen que soportar una serie de funestos desafíos económicos y sociales. Así, el impacto que este régimen de deportación ha tenido sobre las familias ha sido devastador, especialmente dentro de la comunidad inmigrante mexicana. Se calcula que aproximadamente 700.000 niños nacidos en los Estados Unidos emigraron a México debido a la deportación de uno de sus padres (Anderson & Solís, 2014). Boehm (2016) sostiene que con este régimen de deportación, las familias deben volver a reestructurar su vida –como lo hicieron con la migración inicial–, esta vez debido a que un ser querido fue deportado y tendrá que enfrentar un lugar y un futuro inciertos en México. Nunca antes en la historia de los Estados Unidos se ha observado un nivel tan alto de deportación, conjuntamente con la criminalización y la deshumanización de la imagen del migrante. Diariamente, millones de inmigrantes indocumentados viven con la constante amenaza de ser detenidos y deportados por el ICE. Con esta amenaza llegan altos niveles de ansiedad, desesperación, tristeza, humillación, frustración y sufrimiento, cuyos niveles no son bien conocidos.
Fuentes, datos y métodos
Los datos aquí presentados provienen de tres fuentes distintas. En primer lugar, entre 2011 y 2012, como parte de mi proyecto de tesis doctoral, efectué un trabajo de campo etnográfico en múltiples lugares en una comunidad migratoria trasnacional mexicana que comprendía dos comunidades que enviaban migrantes desde el sur de México y otras dos que los recibían en los estados de California y Pennsylvania. En total, llevé a cabo 45 entrevistas a profundidad; pero los datos aquí presentados se extrajeron fundamentalmente de 5 entrevistados, 4 hombres y 1 mujer, con edad promedio de 40 años. En lugar de ofrecer una síntesis de mi análisis entretejiendo múltiples historias de numerosos encuestados en cada sección, efectué un análisis en profundidad de las narraciones de los participantes una vez que identifiqué temas en común. Las historias y arreglos de estas familias proporcionaron una sustancial claridad analítica a la comprensión de la complejidad de las emociones –como el temor, la ansiedad o la frustración– que todos los miembros de la familia involucrados enfrentaron a la hora de la deportación. Todas las entrevistas fueron grabadas en audio con el permiso de los participantes y duraron entre una y tres horas por sesión; se llevaron a cabo en español y se las transcribió íntegramente. Para complementar los datos de las entrevistas tanto en las comunidades emisoras como en las receptoras, llevé a cabo una observación participante en diversos entornos públicos, entre ellos iglesias, restaurantes y tiendas de abarrotes mexicanos, mercados de pulgas y centros de trabajo.
Como segunda fuente de datos, recurrí a un ejercicio de redacción semanal que asigné a mis estudiantes universitarios en el otoño de 2016 y de 2017 en mi curso titulado Comunidades Mexicano-Estadounidenses. En este ejercicio semanal pedía a los alumnos que reflexionaran en torno a diversos temas discutidos en clase cada semana, prestando particular atención a sus emociones y a las formas en que lidiaban con los marcos teóricos y conceptuales, para así entender mejor sus propias experiencias migratorias personales y familiares en particular. Hice esto porque aproximadamente tres cuartas partes de los alumnos (de esta clase de 25) eran de ascendencia mexicana. Recibí el consentimiento escrito de mis alumnos –dos mujeres y un varón jóvenes– para usar sus escritos en el presente estudio. Estos tres estudiantes son de ascendencia mexicana y originarios de California.
Como tercera fuente, entrevisté a tres migrantes retornados en Tijuana (México), así como a una cuarta persona que logró conseguir una visa estadounidense después de haber optado por regresar a México por decisión propia. Con esta última, me reuní en persona y la entrevisté en la ciudad de Nueva York.
Inicié mi análisis de los datos de las entrevistas usando un proceso de codificación abierta para generar temas globales y recurrentes, como la historia migratoria de los migrantes, la composición de su familia, su ocupación laboral mientras estaban en los Estados Unidos y otros temas. De este modo, realicé un enfoque de muestreo teórico, puesto que ciertos temas surgieron en el acto de codificar las notas y transcripciones de campo (Strauss, 1987). Posteriormente, empleé una codificación concentrada para evaluar las interconexiones y diferencias temáticas entre los datos de campo (Emerson, Fretz, & Shaw, 1995). Esto me ayudó a identificar los temas centrales del estudio, que giran en torno a la interacción entre el sufrimiento y el temor a ser deportado. Para almacenar, organizar y codificar los datos usé Dedoose como mi software de análisis cualitativo de datos.
Además de la metodología empleada en el presente estudio, mi epistemología como etnógrafa feminista definió la forma en que llevé a cabo la investigación. Esta es considerada «feminista» cuando «está basada en un conjunto de tradiciones teóricas que privilegian las cuestiones, voces y experiencias vividas de las mujeres» (Hesse-Biber, 2014, p. 3). Además, busca apoyar la justicia y la transformación social, conjuntamente con la creación de una relación más igualitaria entre los participantes y la investigadora, en donde los primeros son vistos y tratados como socios en la construcción del conocimiento. En este sentido, mi compromiso feminista con el presente estudio intenta arrojar luz sobre la vida emocional de los inmigrantes. La esperanza es que mediante este ejercicio reflexivo de examinar la historia de las familias de migrantes se entenderán mejor los desafíos que ellos y sus familias enfrentan en el momento en que un ser querido es deportado.
Por último, mi posición dual como outsider e insider tuvo un impacto directo sobre cómo me relacioné con los participantes y por ende con la forma en que respondieron en las entrevistas. Como insider, comparto, con estudiantes y participantes, mi identidad social de ser una inmigrante mexicana en los Estados Unidos así como una mujer de color. Esto definitivamente tuvo un papel determinante en la forma en que los entrevistados compartieron conmigo sus historias migratorias, tanto personales como familiares. Mi posición como outsider, por lo menos con los participantes, estuvo configurada por mis antecedentes urbanos, mi educación universitaria y mi estatus como ciudadana estadounidense.
A continuación, exploraré cómo es que para los inmigrantes, en general, y sus familias, en particular, la condición de ser un inmigrante indocumentado genera distintas manifestaciones del sufrimiento.
El sufrimiento de los inmigrantes
Pero tengo tanta fe en Dios, en que Él nos ayudará, y que todo lo que hemos hecho no me parece que no merezcamos Su ayuda porque esa es la única cosa que pido… poder salir de esta bolsa de plástico en la que siento que estoy que me hace sentirme asfixiada debido a la situación en que [la orden de deportación] nos pone… Pero estoy a unos cuantos días de saber qué pasará y el abogado me ha dicho que no tengo que preocuparme porque esa juez es muy buena y él la conoce, y con suerte todo estará bien (María; entrevista, Pennsylvania, 2012).
La cita anterior es de María2. Ella es una mexicana que al momento de la entrevista en 2012 estaba cerca de los cuarenta años. En 1989 cruzó subrepticiamente la frontera entre Estados Unidos y México, cuando tenía dieciocho años, junto con su hija de un año. María regresó a México varias veces por motivos familiares y durante su último reingreso a los Estados Unidos contrató los servicios de un «coyote» o contrabandista humano, quien le prometió un pasaporte estadounidense y una visa válida. Al recibir su pasaporte, María advirtió que, si bien tenía su foto, había sido emitido con un nombre distinto. Sin embargo, decidió cruzar la frontera usando dicho pasaporte porque no tenía otra alternativa y porque ya le había pagado 2.000 dólares norteamericanos al coyote. Fue descubierta, la detuvieron y le tomaron las huellas digitales, su nombre quedó registrado en el sistema del ICE y fue deportada. Luego de otros intentos fallidos de cruzar la frontera, María finalmente logró entrar a Estados Unidos a través de Texas en 1994.
Al igual que millones de inmigrantes indocumentados, María ha pasado la mayor parte de su vida en los Estados Unidos. Varios años después de haberse divorciado de su primer marido por violencia doméstica, conoció a Daniel y se casó con él. Daniel es un inmigrante mexicano que se convirtió en ciudadano estadounidense a mediados de la década de 1990. Cuando contrajeron matrimonio, Daniel le solicitó al Departamento de Migraciones de Estados Unidos que regularizara el estatus migratorio de María, lo cual fue negado porque ella tenía un expediente por haber usado documentos fraudulentos para ingresar al país. En el momento de su entrevista con el Departamento de Migraciones en 2012, María tenía ya varios meses esperando que se resolviera su apelación a la orden de deportación. Tal como lo describe vívidamente en la cita anterior, la espera provocó una sensación de sofocamiento asociada con su ansiedad e incertidumbre. En el transcurso de nuestra entrevista, ella frecuentemente se estrujaba las manos y dijo que la incertidumbre le estaba provocando insomnio. Otros miembros de su familia tuvieron la misma sensación, en especial Sandra, su hija de diez años. En su libro Returned: Going and Coming in an Age of Deportation, Boehm (2016) sostiene que muchos de sus entrevistados experimentaron una sensación de sofocamiento, la cual es común entre quienes viven con la amenaza diaria, inminente y persistente de ser deportados. Tal como señalé antes, conceptualizo el sufrimiento de los migrantes como la acumulación de experiencias psicosociales que provoca altos niveles de angustia, ansiedad, temor, desesperación y frustración en ellos y sus familias. Dicha mezcla de sentimientos de sofocamiento y desesperación ha acompañado a María y su familia durante varios años. Al momento de la entrevista en 2012, ella tenía ya cinco años esperando que su caso se resolviera.
Este sufrimiento forma parte de lo que Madelaine Hron llama el dolor del inmigrante, el cual está caracterizado como «“una experiencia emocional desagradable” o un “daño” asociado con los procesos de inmigración» (2009, p. 25). Aunque María aún no ha sido deportada, ella encarna el estatus de la deportabilidad. María teme que los agentes del ICE la detengan en cualquiera de sus presentaciones ante el tribunal migratorio, la envíen a un centro de detención y luego la deporten a México. Dicho estatus como deportable hace que los inmigrantes vivan lo que Menjívar y Abrego (2012) llaman un estado de «violencia legal», que es tanto estructural como simbólico. Para dichos autores, esta violencia legal se manifiesta no solo mediante un incremento de las separaciones familiares debido a la deportación, sino también a través de la intensificación de la explotación de los trabajadores inmigrantes, nuevas violaciones de sus derechos, diversas formas de exclusión, poca o ninguna oportunidad de tener los tipos de educación que conducen a la estabilidad y la prosperidad y casi ningún acceso a los recursos socioeconómicos necesarios para la movilidad social. Para millones de familias inmigrantes, el evento de la deportación no marca el inicio de sus sufrimientos, sino más bien un paso más en su largo camino de ansiedad, angustia, incertidumbre y temor.
No son solo estos sentimientos los que generan sufrimiento, sino por encima de todo el que se manifiesten en forma tan permanente y ubicua. Las decisiones cotidianas comunes, como por ejemplo el simple acto de ir a comprar provisiones, genera estrés y provoca una sensación de impotencia. Este fue el caso de Sara, una mujer mexicana que cruzó la frontera entre Estados Unidos y México en 1986, cuando tenía dieciséis años. Sara actualmente tiene más de cuarenta años y no ha logrado legalizar su estatus migratorio. Aunque está casada con un ciudadano estadounidense, bajo la ley de migraciones ella no tiene derecho a un permiso de residencia temporal porque no entró a los Estados Unidos con una visa. Una de sus opciones es dejar el país y esperar indefinidamente a que el Departamento de Migraciones le perdone el que haya ingresado originalmente sin visa. Sin embargo, su abogado no recomienda esto porque no hay ninguna garantía de que podrá efectivamente volver a ingresar legalmente a los Estados Unidos. El abogado de migraciones de Sara sugirió otra forma de proceder, la cual comprende mostrar que un pariente cercano –su esposo, madre o hijos– depende de ella para su cuidado y no tiene otra persona que la sustituya. Ella decidió no seguir este camino porque no tiene hijos y tanto su madre como su esposo gozaban de buena salud. Cuando la entrevisté en el verano de 2012, Sara había decidido seguir viviendo en las sombras y simplemente esperar una posible reforma migratoria. En consecuencia, vive en un estado de constante ansiedad debido a la incertidumbre. En 2008 se le diagnosticó oficialmente que sufre ataques de pánico. Sara prefiere no manejar de noche para evitar la posibilidad de que la detengan los agentes de la ley en los muchos puestos de control establecidos por el departamento de policía local como parte del programa Comunidades Seguras3. Para ella, las actividades simples que requieren de identificación, como cobrar un cheque, pueden resultar problemáticas y ser una fuente de angustia debido a que no cuenta con identificación legal. Sara depende de su esposo en todo lo que requiere un trámite, lo que incluye operaciones bancarias, el seguro de su auto e incluso la contratación de servicios públicos básicos como el agua y la electricidad.
Para millones de inmigrantes indocumentados, la amenaza de la deportación inflige sufrimientos y por encima de todo lleva a que ineludiblemente se sientan atrapados. Muchos inmigrantes no salen para reducir así el peligro potencial de ser detenidos y deportados; o sus salidas son pocas y solo cuando es absolutamente necesario. Cuando lo hacen, muchos cuentan con planes en caso de que sean detenidos o arrestados. Por ejemplo, los estudios reportan que en las ciudades con leyes de inmigración más rígidas, como en Phoenix (Arizona), en el caso de los integrantes de parejas inmigrantes indocumentadas que tienen hijos, jamás salen ambos en el mismo auto para reducir el riesgo de ser detenidos y deportados al mismo tiempo, dejando a sus hijos solos e indefensos sin sus progenitores.
La sensación de estar atrapado tal vez es mayor en los inmigrantes que no pueden dejar los Estados Unidos legalmente para visitar a sus seres queridos que se encuentran enfermos. Para muchos de ellos, el saber esto les produce un profundo sufrimiento, en especial cuando la enfermedad es terminal. Si un inmigrante indocumentado enfrenta esta situación, decidir quedarse o regresar a su país de origen a decir «adiós» es algo que resulta particularmente angustiante, tal como lo expresa Rosa a continuación.
Siempre pensé: «¿Qué voy a hacer el día que mi papá o mi mamá se enferme, el día que tenga que irme y no pueda regresar?» Es muy difícil, muy difícil tener que partir; cuando partí pensé en el avión: «Dios mío, ¿debo irme o debo regresar?» Porque estaba dejando a mis hijos, mi esposo, mi vida, todo. Pero mi papá estaba allá [en México] y tal vez estaba simplemente esperándome para verme por última vez, y yo también. Fue una decisión… Nunca me he sentido tan mal como en ese día… en el vuelo. Fue el viaje más largo de mi vida. No sabía qué hacer, no sabía si lo que estaba haciendo estaba bien o mal, o que me pasaría porque solo imagina si no pudiera regresar. ¿Qué sería de mí ahora? ¿Mis hijos? (Rosa; entrevista, Delaware, 2012).
Rosa, una inmigrante de 39 años de edad al momento de la entrevista en 2012, llegó a Wilmington (Delaware), a comienzos de la década de 1990. Su hermana mayor y su padre habían emigrado a Estados Unidos un año antes; su padre regresó a México después de varios años de duro trabajo. Rosa logró conseguir una visa temporal de trabajo y durante varios años esta le permitió visitar a sus padres en México y regresar legalmente a los Estados Unidos. Sin embargo, en 2009 no logró renovarla y se quedó más tiempo de lo debido, de modo que ya no ha podido regresar a México.
En 2012, Rosa se enteró de que a su padre se le había diagnosticado cáncer. Vivió angustiada durante varios meses, hasta que finalmente decidió regresar a México a verle antes de que falleciera. En la cita anterior, ella describió cuán difícil le fue tomar la decisión de ir a visitar a su padre enfermo. Al no tener visa, Rosa regresó a México sabiendo que había una alta probabilidad de que no podría volver a los Estados Unidos, lo que significaba que tal vez quedaría separada de sus tres hijos y su esposo. Tomar la decisión no fue fácil. Rosa decidió arriesgarlo todo y regresar a México. Ella me dijo que sufrir la pérdida de su padre fue algo intenso y que el dolor habría sido mucho mayor de no haber podido despedirse de él, un temor que muchos inmigrantes comparten.
La subjetividad del estatus de deportabilidad del migrante constituye una amenaza constante y presenta un sufrimiento significativo a los inmigrantes indocumentados, además de lo cual también tiene un impacto sobre la vida de sus hijos. En la siguiente sección examinaré cómo es que los hijos de los inmigrantes indocumentados conviven con el estatus de deportabilidad de sus padres. Comenzaré con Enrique.
Sufrimiento heredado
No recuerdo cuándo entendí plenamente la diferencia entre mi estatus de ciudadano y el de mi madre, o mi identidad como no-indocumentado. Recuerdo las conversaciones acerca de México y la inevitable aceptación del hecho de que no podríamos visitarlo sino hasta muchos años después. Recuerdo haber traducido y servido como mediador entre mi hogar y el mundo que nos rodeaba. Recuerdo el temor constante de ver a un policía, escuchar una sirena o estar en presencia de cualquier forma de autoridad. Esta es fundamentalmente la razón por la cual manejo en lugar de mi madre cuando estoy de vuelta en Los Ángeles, para evitar todo estrés adicional que ella experimenta cuando un policía está a la vista. Los viajes al aeropuerto a recoger o dejar a mi abuela (o a mí cuando comencé a viajar acá a la costa este) siempre estaban acompañados de una oración y la esperanza de que no hubiese algún «retén» [puesto de control]. Simplemente así es como era la vida, y en cierta medida sigue siéndolo (Enrique; asignación escrita semanal, otoño de 2015).
Debido al incremento exponencial de las incursiones y deportaciones efectuadas por el ICE desde mediados de la primera década del siglo XXI, hay cada vez más temor e inseguridad entre los inmigrantes, tanto «aquellos que son indocumentados como también los que sí tienen documentos, en especial aquellos que tienen un pariente de estatus incierto» (Menjívar & Abrego, 2012, p. 1400). En el lapso de dos años –entre julio de 2010 y septiembre de 2012–, el Departamento de Seguridad Nacional de Estados Unidos (DHS) deportó a 204.810 padres de niños que son ciudadanos estadounidenses, los cuales suman la cuarta parte de todos los deportados (Colorlines, 2012, citado en Berger Cardoso et al., 2016). Un informe halló que, entre «1997 y 2007, 88.000 niños ciudadanos de Estados Unidos (44.000 de los cuales tenían menos de 5 años) perdieron por deportación a un progenitor que era residente permanente y legal» (Baum, Jonex, & Barry, 2010 citados en Brabeck & Xu, 2010, p. 345). En consecuencia, el número de estudios (Berger Cardoso et al., 2016; Dreby, 2010) que exploran los efectos que las políticas y prácticas de deportación tienen sobre los progenitores, las familias y los hijos de inmigrantes también ha crecido. Si bien dichos estudios se han concentrado en los sentimientos de abandono de los niños y sus síntomas de trauma, temor, aislamiento, depresión y fragmentación familiar, en general se ha ignorado el impacto socioemocional y psicológico que ello tiene sobre aquellos jóvenes cuyos padres también enfrentan la amenaza de ser deportados.
Esto es cierto para el caso de Enrique, un estudiante universitario de veintidós años. En la cita con la que iniciamos esta sección, Enrique expresaba su preocupación por el estatus de deportabilidad de su madre y, lo que es más importante, reconocía que para su familia dicho estado de incertidumbre y ansiedad es una experiencia duradera que les ha tocado vivir. El constante temor a ser cogido y deportado configura las experiencias de millones de familias que viven en los Estados Unidos, en lo que Gilberto Rosas (2006) llama un estado de policiabilidad (policeability), al que describe como «un estado de vigilancia constante predicado sobre la hiperregulación de las actividades cotidianas, evidente en muestras de poder estatal, vigilantismo y el manejo informal de la vida diaria» (Maldonado, Licona, & Hendricks, 2016, p. 323). Para muchos de los inmigrantes indocumentados y sus familias, la policiabilidad restringe su movimiento y limita los lugares a donde van y la forma en que pasan su tiempo. La madre de Enrique experimentó dicho estado y, junto con este, la autovigilancia que se extendió a todos los miembros de su familia. Al igual que la familia de Enrique, son millones de familias inmigrantes las que experimentan la policiabilidad, lo que promueve un clima de inseguridad y sufrimiento entre inmigrantes individuales y sus familias. En muchos casos, los hijos de los inmigrantes deben aprender, desde muy temprana edad, a vivir y a lidiar con la existencia vulnerable de sus progenitores.
De modo que fue un choque ver que, en mis grupos de amigos, mis padres eran unos de los pocos que eran inmigrantes indocumentados. Sin embargo, ellos mismos lo trataban con mucha más seriedad que yo. Ellos hacían todo lo posible para evitar toda interacción con la policía, pues aprendieron tempranamente que esta realmente no estaba para apoyarles. Mis padres estaban acostumbrados a evitar los puestos de control porque sabían que esta era una forma de ver quién tenía una licencia y de deportar a quienes no pudiesen mostrar evidencia alguna de tenerla. Mis padres evitaban a la policía lo mejor que podían debido a su condición de indocumentados, lo cual fue algo que aprendí rápidamente a pequeña edad (Ramiro, asignación escrita semanal, otoño de 2016).
En las familias de estatus legal mixto –aquellas que incluyen a ciudadanos estadounidenses, residentes permanentes de los Estados Unidos e inmigrantes indocumentados–, todos sus integrantes son conscientes de su vulnerabilidad. Hasta los hijos muy pequeños de padres indocumentados entienden cuán frágil y marginal es su vida en comparación con las familias de sus amigos y conocidos. Este es el caso de Ramiro, un estudiante universitario de Los Ángeles que actualmente estudia en un college de artes liberales en la costa este. Sus dos progenitores son indocumentados. Como se dijo ya en la cita anterior, Ramiro fue consciente desde temprana edad de las circunstancias particulares de su familia y aprendió cómo proteger a sus padres, por ejemplo, llamándoles tan pronto tenía noticia de un puesto de control cercano para que así pudieran evitar dicha ruta y hallaran un desvío. Ser conscientes de la violencia legal a la cual sus padres se encuentran constantemente expuestos hace que estos jóvenes latinos internalicen y normalicen la autovigilancia a temprana edad, un sentimiento que perseguirá a muchos de ellos incluso cuando vivan a miles de millas de distancia de su hogar. Un estudio mostró que los jóvenes latinos reportaron «sentirse bajo una fuerte y constante vigilancia por parte de la policía y otras autoridades locales, como profesores y el personal de los servicios básicos de la ciudad» (Maldonado et al., 2016, p. 324). La policiabilidad constantemente les acosa y la vulnerabilidad del estatus de deportabilidad de sus padres produce en ellos ansiedad continua y una sensación de incertidumbre, lo cual queda claro en la siguiente cita.
Ayer, mientras caminaba de mi dormitorio a uno de mis trabajos, comencé a planear mi vida en caso mis padres fueran deportados. Hacer que [mis hermanos] se quedaran con parientes no sería una opción, fundamentalmente porque todos los demás también serían deportados, salvo por una o dos tías y tíos. Pensé en mis hermanos. No quisiera que fueran criados por alguien más, de modo que tuve la idea de traerlos acá y vivir con ellos en los apartamentos (aún considerados dormitorios universitarios), que es donde ahora vivo, excepto que seríamos yo y mis hermanos viviendo en un apartamento. Conseguiría un auto para llevarles a la escuela en las mañanas; les pondría en algún programa extracurricular, les recogería avanzada la tarde, haríamos a veces las tareas juntos en la biblioteca, iríamos a comprar la comida y les dejaría escoger algún refrigerio. Realmente estaba planeando esto, y también lo veía con tranquilidad. Aún no sé si Trump legítimamente puede o no hacer cualquiera de las cosas que dijo que haría. Se me hace más difícil esperar o decir que no podrá hacer estas cosas; confiaba tanto en que no sería presidente y ahora es nuestro presidente electo (Natalia; asignación escrita semanal, otoño de 2016).
Natalia, una joven estudiante universitaria, escribió esto un día después de que Donald Trump fuera elegido presidente. Al igual que ella, muchos jóvenes estudiantes latinos cuyos padres tienen un estatus migratorio irregular se sienten intranquilos y dicen que con el nuevo Gobierno han experimentado una serie de emociones negativas, entre ellas desesperación, desesperanza y angustia con respecto al futuro de su familia. Durante años, la comunidad inmigrante indocumentada vivió bajo un régimen de deportación que separó a millones de familias. Como parte de su campaña presidencial, Trump prometió deportar a todos los inmigrantes indocumentados, los cuales en conjunto comprenden más de 11,7 millones de personas. Si bien durante años las familias de estatus legal mixto vivieron bajo la constante amenaza de que un ser querido fuera deportado, hoy más que nunca enfrentan la incertidumbre y altos niveles de ansiedad, temor, frustración y desesperanza. En este contexto, el sufrimiento social en todas sus formas se vuelve algo común, normalizado y familiar. Al igual que Natalia, millones de familias indocumentadas han trazado sus propios planes de contingencia en caso de que un ser querido sea deportado. Boehm (2016) halló que una práctica común entre las familias de estatus legal mixto es preparar documentos legales que otorgan la custodia de los hijos de padres indocumentados a parientes que sí tienen la ciudadanía estadounidense. Estas familias deben prepararse para escenarios del tipo «cualquier cosa puede suceder», al igual que en el caso hipotético de Natalia en que ella cuidaría de sus hermanos. Otras familias de estatus legal mixto se preocupan de cómo mantener a sus familias en los Estados Unidos y en su país de origen.
La familia toda debe enfrentar una serie de desafíos cuando se deporta a uno de sus integrantes. Como ya vimos, el actual régimen de deportación responde a una remoción de carácter racial y de género de los varones migrantes latinos en general y de mexicanos en particular (Golash-Boza & Hondagneu-Sotelo, 2013). Por ejemplo, cuando se deporta a los padres, la carga económica recae fundamentalmente sobre las mujeres, que repentinamente se convierten en cabezas de familia. Este fenómeno de convertirse en madres solteras solía suceder cuando sus esposos comenzaban a emigrar a los Estados Unidos. Durante muchos años, estas mujeres se volvieron las llamadas «esposas a las que se dejó atrás». Hoy en día, gracias al régimen de deportación, son miles de mujeres inmigrantes las que se ven obligadas a convertirse en madres solteras de facto, solo que esta vez en los Estados Unidos Cuando se deporta a sus esposos a su país de origen, ellas deben asumir la custodia exclusiva de su familia. En muchos casos las familias inmigrantes, en lugar de esperar a ser deportadas, deciden voluntariamente regresar a su país de origen para así evitar el proceso humillante e inhumano de la deportación. Un estudio reportó que 1,4 millones de inmigrantes mexicanos y sus hijos regresaron a México entre 2005 y 2010 (Anderson & Solís, 2014). Se calcula, además, que 4,5 millones de niños que son ciudadanos estadounidenses tienen un padre indocumentado en riesgo de ser detenido y deportado (Ahmed, Appelbaum, & Jordan, 2017).
Ha crecido considerablemente la cantidad de estudios que se concentran en el impacto que tiene la deportación de un miembro de la familia. Si bien hay estudios que exploran los efectos que las políticas y prácticas de deportación tienen sobre padres, familias e hijos migrantes, otros investigadores se han concentrado en los retos educativos de los niños nacidos en los Estados Unidos y que emigraron a México para reunirse con sus padres deportados. Ello no obstante, necesitamos más estudios para desarrollar nuestra comprensión de los muchos desafíos que los deportados y sus familias enfrentan. Uno de estos grupos de deportados es el de los jóvenes.
Los jóvenes retornados
Entre los jóvenes retornados, los llamados «soñadores» (dreamers) son los que más atención pública han recibido. Se trata de jóvenes inmigrantes que fueron llevados a los Estados Unidos cuando eran muy jóvenes. Dreamer (soñador) es un término político que tuvo su origen en 2001 con la «Ley de fomento para el progreso, alivio y educación para menores extranjeros» o Ley Dream (por la sigla de la propuesta de ley en inglés: Development, Relief, and Education for Alien Minors Act). Esta ley habría permitido a los inmigrantes indocumentados que llegaron a los Estados Unidos antes de su decimoquinto cumpleaños y que no tenían antecedentes penales estudiar en los Estados Unidos o unirse a las fuerzas armadas como un camino hacia la ciudadanía estadounidense. El proyecto de la Ley Dream no logró convertirse en ley en 2007 y volvió a fracasar en 2010. Pero en 2012, luego de años de arduos, incansables e inspiradores actos de desobediencia civil en todos los Estados Unidos por parte de docenas de grupos de dreamers, finalmente se logró aprobar la «Acción diferida para los llegados en la infancia» (Deferred Action for Childhood Arrivals, DACA). Según Hipsman, Gómez-Aguinaga y Capps (2016), DACA brindó una prórroga de dos años de la deportación y una elegibilidad temporal para trabajar legalmente en los Estados Unidos a más de 728.000 inmigrantes no autorizados, los cuales llegaron a este país como niños desde que se aprobara dicha ley.
Se calcula que 1,3 millones de jóvenes fueron inmediatamente elegibles para postular a DACA; sin embargo, 398.000 de los que tenían los requisitos de edad al entrar al país y de fecha de ingreso parecen no haber cumplido con los criterios educativos (Hipsman et al., 2016). Se trata de los estudiantes que no lograron completar la secundaria y que cometieron delitos menores, como robar en tiendas o conducir auto sin una licencia válida. «Se calcula que desde 2005, alrededor de medio millón de jóvenes adultos entre los dieciocho y los treinta y cinco años fueron regresados a México después de haber vivido en los Estados Unidos durante cinco años o más» (Anderson & Solís, 2014, p. 9). Esta cifra incluye a aquellos que fueron deportados, a los que fueron deportados de facto mediante una orden de «partida voluntaria» y a aquellos que decidieron mudarse a México. Según Anderson y Solís (2014), la mediana de la edad de los deportados es de treinta años y poco menos de la mitad de los que fueron deportados por el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas de los Estados Unidos en 2012 y 2013 tenían entre quince y veintinueve años.
En su estudio de los soñadores que viven en México, Anderson y Solís (2014) identificaron tres grupos: a) jóvenes varones con condenas que generaron su deportación; b) estudiantes universitarios y graduados deportados; y c) jóvenes que tomaron la difícil decisión de retornar solos o con su familia. Los retos de cada uno de estos grupos varían según las circunstancias de su deportación. Sin embargo, los obstáculos más frecuentes que estos jóvenes enfrentan al llegar a su lugar de nacimiento incluyen, entre otros, experiencia de discriminación, frustración burocrática, choque cultural, falta de oportunidades de empleo, estigmatización de su identidad como inmigrantes retornados o deportados, barreras institucionales a la continuación de los estudios efectuados en los Estados Unidos, violencia y diversos desórdenes mentales y emocionales. Además de estos retos, para la inmensa mayoría de estos jóvenes su familia en México ya no existe. Ellos regresan allí mientras que en muchos casos su familia permanece en los Estados Unidos. Esto le sucedió a Daniel, quien fue deportado a México en septiembre de 2015.
Daniel, al igual que la mayoría de los soñadores que se vieron forzados a regresar (voluntaria o involuntariamente) a su país de origen, llegó a los Estados Unidos cuando solo tenía un año. Pasó la mayor parte de su vida allí y fue deportado cuando tenía veinticinco años. Como hijo de un padre soltero que lidió con el alcoholismo durante muchos años, Daniel creció en un medio difícil. Tuvo problemas con la ley cuando era adolescente y a los diecisiete años ingresó a un centro correccional juvenil. Se suponía que debía cumplir solo un año como interno, pero terminó permaneciendo cinco en dicho centro. Al ser liberado, evitó la deportación y encontró un trabajo. Sin embargo, después de dos años fue acusado erróneamente de haber cometido un delito: un error frecuente de las agencias locales de la ley, lo que hace que se involucren los agentes del ICE y se detenga al migrante (Ahmed et al., 2017). La policía le arrestó una noche después de trabajar. Una vez probada su inocencia, su familia fue a recogerle en la estación de policía. Allí fue notificada de que los agentes del ICE se lo habían llevado. Daniel pasó ocho meses en un centro de detención en la zona sur de California antes de ser deportado a Tijuana.
Una vez en Tijuana, Daniel llamó a su familia en Los Ángeles, que le dijo que esperara en uno de los refugios para migrantes de la ciudad fronteriza mientras hacían los arreglos de viaje necesarios para ir a verle, una estrategia bastante común para las familias cuando se les deporta un ser querido. Una vez deportada una persona, las redes familiares se movilizan rápidamente para proporcionarle apoyo. En este caso, pasaron varios días antes de que dos parientes llevaran a Daniel a casa de un amigo en Ensenada, una ciudad portuaria turística a 100 millas al sur de Tijuana. Una vez allí, la familia le explicó la situación de Daniel a su amigo y le pidieron su ayuda. Daniel vivió en casa de este amigo de su familia durante un par de semanas, pero tan pronto su familia le ayudó económicamente pudo arrendar un cuarto pequeño en la parte trasera de una casa e iniciar su nueva vida en Ensenada. Los primeros meses fueron un desafío para él, puesto que era la primera vez en veinticuatro años que estaba de vuelta en México. No solo no estaba familiarizado con los códigos culturales mexicanos, sino que la sensación de desarraigo también hizo que durante varios meses se sintiera emocionalmente abrumado. Al comienzo, pasaba la mayor parte del tiempo en la habitación que había arrendado, sin hablar o ver a nadie durante días. La sensación de soledad y de no estar en casa le acompañó durante su primer año en Ensenada.
Aunque Daniel logró conseguir un empleo y vivienda, su experiencia de vida es la de un exiliado. Dado que su padre y sus parientes no cuentan con documentos migratorios estadounidenses que les permitan dejar el país, no podrá verles en el futuro cercano ni en México ni en los Estados Unidos. Si bien poco después de haber sido deportado, Daniel frecuentemente consideraba cruzar la frontera para regresar a su casa en Los Ángeles donde toda su familia vive, hoy en día él siente que está mejor en Ensenada. Al igual que en el caso de otros soñadores, su retorno a México fue «una bocanada de aire fresco» (Anderson & Solís, 2014, p. 10), un alivio de la angustia, la ansiedad y la frustración que provoca el vivir como inmigrante indocumentado en los Estados Unidos. A pesar que la deportación fue una experiencia dolorosa para Daniel, lo liberó del sentimiento de incertidumbre y miedo constante a ser deportado en cualquier momento. En tal sentido, el régimen de deportación de los Estados Unidos decidió el retorno involuntario de Daniel. Sin embargo, en el caso de otros soñadores la decisión de retornar fue tomada conscientemente. Tal fue el caso de Maggie. En 2008, ella decidió regresar a México porque sentía que «estaba en un punto en que no podía hacer nada. Nadie me contrataba. No podía ir a la universidad porque era demasiado cara y no pude conseguir ninguna beca» (Anderson & Solís, 2014, p. 127).
Conocí a Maggie en abril de 2018, durante una conferencia en Nueva York sobre el cuidado de los migrantes y la política de la solidaridad. Como codirectora de Otros Dreams en Acción (ODA), ella, junto a otros investigadores, activistas y representantes de ONG de México, Centroamérica y los Estados Unidos, fue invitada a hablar acerca del movimiento de los santuarios4 en el actual entorno político y social de los Estados Unidos. Durante la presentación de Maggie, me enteré de la existencia de ODA y de la labor de defensa que esta organización hace para luchar por el pleno reconocimiento de los derechos humanos de los inmigrantes donde quiera que estén, sea en México o en los Estados Unidos. Maggie nació en San Luis Potosí (México) y emigró a Dalton (Georgia) a los dos años. Después de vivir por dieciséis años en los Estados Unidos, decidió por sí misma regresar a México en 2008 (Anderson & Solís, 2014). Al finalizar su exposición, me presenté y tuve una conversación con ella. Descubrí así que el testimonio de Maggie formaba parte del libro de Anderson y Solís (2014) acerca de las experiencias vividas por los jóvenes deportados en México.
Los otros dreamers es el título de este libro que presenta las narrativas de veintiséis dreamers –los que o bien fueron deportados, o bien decidieron por su cuenta regresar a su país– con miras a desentrañar los interminables factores y circunstancias que obligaron a cada uno de ellos a regresar a un lugar que conocían solo a través de las versiones de sus padres. Para Maggie, los primeros años después de su regreso a México fueron difíciles, puesto que su primer empleador se aprovechó de ella no pagándole a tiempo y tratándole muy mal (Anderson & Solís, 2014). En 2015, Maggie decidió fundar ODA junto con Jill Anderson. A través de diferentes proyectos5, ODA ayuda a jóvenes retornados y deportados y trabaja con ellos ayudándoles a hacer una transición libre de problemas a su nueva vida en México. Si bien en un principio el retorno a este país generaba interminables desafíos, ansiedades, frustraciones y una gran dosis de desesperación, Maggie convirtió todas estas experiencias en una oportunidad de crecimiento no solo para ella sino también para otros jóvenes que también regresaron a México con una sensación de fracaso personal.
Conclusiones
Si bien los niveles de incertidumbre, preocupación y temor, así como distintas formas de sufrimiento, son una constante en la vida de los inmigrantes, el actual clima político en los Estados Unidos ha exacerbado su condición vulnerable. En el transcurso de su campaña, una de las principales promesas de Trump fue la de deportar al menos a tres millones de inmigrantes indocumentados con antecedentes penales. En el momento en que escribo esto (verano de 2018), no solo millones de inmigrantes han sido detenidos y deportados, sino que además, tal como Rebecca Torres (2018) sostiene, antes que una «crisis de inmigrantes o de refugiados», lo que las restrictivas y punitivas políticas migratorias estadounidenses reproducen y refuerzan es una crisis estructural y sistemática de los derechos y la responsabilidad.
Aunque la amenaza de proseguir con un régimen de deportación no es novedosa, con este nuevo Gobierno sin duda crecerán los niveles de hostilidad y odio, lo mismo que el discurso xenofóbico dirigido contra los grupos inmigrantes minoritarios, como son los mexicanos y musulmanes. Se calcula que la deportación de inmigrantes nacidos en México que residen en los Estados Unidos podría alcanzar a 500 mil al año. Sin embargo, esta cifra podría muy bien llegar hasta 700 mil o 900 mil (Becerril & Ballinas, 2017). Lejos de reducir la intensidad y los tipos de sufrimiento que los inmigrantes y sus familias enfrentan, las medidas presentadas por el nuevo Gobierno han creado ya un escenario que intensifica el sufrimiento y lo agudiza.
Tal como quedó ya establecido, para millones de inmigrantes la deportación ha sido un retorno involuntario e inesperado. Al analizar la deportación como un método sistemático con el cual se obliga a los inmigrantes a regresar a su país de origen, el presente artículo contribuye al examen académico de la relación entre la migración de retorno y el sufrimiento. Se sostiene asimismo que el sufrimiento se da antes, durante y después del evento de deportación y que ser deportable provoca un sufrimiento permanente y prolongado con el cual muchos inmigrantes han luchado durante años y que se debe a una estructura de violencia legal (Menjívar & Abrego, 2012) que inflige ansiedad e incertidumbre a los inmigrantes y sus familias.
De este modo, al presentar los casos de varias personas, documenté las circunstancias sociales que contribuyen a su sufrimiento. Al encarnar un estatus de deportabilidad, los inmigrantes sufren no solo durante el proceso de deportación sino también antes y después; así, el sufrimiento pasa a ser una característica inherente del ser deportable. En este contexto, el temor y la amenaza de la deportación definen la vida cotidiana de los inmigrantes indocumentados que viven no solo en los Estados Unidos, sino también la de los que ya fueron deportados a su comunidad de origen. De este modo, el sufrimiento encarnado por los inmigrantes y sus familias no solo es trasnacional, sino también una experiencia colectiva y transgeneracional que involucra a todos los miembros de la familia del inmigrante indocumentado.
El estatus de deportabilidad del inmigrante provoca un sufrimiento emocional y psicológico directo, que se extiende al resto de la familia. El análisis del sufrimiento heredado nos permite entender el alcance y el impacto que los sentimientos de ansiedad, temor e impotencia tienen sobre los hijos de padres inmigrantes, lo cual permite examinar los niveles de estrés socioemocional y psicológico a los que están expuestos, así como sus efectos. Los estudios (Tapias, 2006) muestran que la encarnación parental del sufrimiento social está correlacionada con la salud futura y el desarrollo global de los hijos. Por lo tanto, el impacto intergeneracional que el Gobierno de Trump habrá de tener merece urgente atención, considerando que entre julio de 2010 y septiembre de 2012 el DHS deportó a 204.810 progenitores de niños que son ciudadanos de los Estados Unidos. En este sentido, queda mucho por investigar con respecto al impacto psicológico en el largo plazo que los hijos de los inmigrantes enfrentan.
El presente estudio hace un llamado para que se efectúe una investigación más profunda de los mecanismos que permiten este sufrimiento social de millones de inmigrantes y sus familias. Los niveles de sufrimiento no solo reflejan una cultura de falta de sensibilidad y de empatía con respecto al Otro, sino que además llevan a un terreno peligroso en donde de un lado prevalece la sensación de temor y desesperación, en tanto que del otro crecen el rechazo y la indiferencia. La sociedad parece mostrar indiferencia hacia el sufrimiento de quienes han sido configurados discursivamente como merecedores de tan mal trato, esto es, de aquellos a los que se llama «ilegales». Massey sostiene, a partir de la ciencia cognitiva y la psicología social, que en la mente de los ciudadanos estadounidenses los inmigrantes indocumentados (junto con los agresores sexuales, los vendedores de drogas y los receptores de prestaciones sociales percibidos como ociosos) son considerados «miembros detestados de los grupos de no pertenencia (out-group members)» (2007, p. 14) y que los inmigrantes indocumentados «no son percibidos como plenamente humanos al nivel más fundamental de cognición neural, abriendo así la puerta al trato más duro, explotador y cruel que los seres humanos son capaces de infligirse mutuamente» (Massey, 2007, p. 150, citado en Menjívar & Abrego, 2012). Por problemática que sea, esta mentalidad no es exclusiva de los Estados Unidos, puesto que dicho régimen de deportación ha sido ampliamente emulado por otros países receptores de migrantes de todo el mundo. En este sentido, se ha difundido la condición liminal de millones de inmigrantes y sus familias, y con ella la normalización y deshumanización del Otro inmigrante.
Por último, al mostrar algunas de las circunstancias que contribuyen al sufrimiento de los inmigrantes, el presente estudio no solo arroja luz sobre los desafíos cotidianos que enfrentan, sino también su fuente interminable de resistencia y resiliencia. Esto queda ejemplificado con algunos de los jóvenes retornados y deportados que han logrado organizarse, capitalizar sus recursos humanos y, lo que es más importante, crear una atípica organización sin fines de lucro. Según su página web, ODA es una «organización comunitaria de miembros pagantes (member-based) financiada a través del trabajo y la dedicación sincera de sus integrantes, de donaciones directas y grants basados en proyectos» (ODA, s. f.). Su compromiso central es trabajar contra la criminalización y la deshumanización de los inmigrantes y sus familias, tanto en los Estados Unidos como en México. Los miembros de ODA se basan en experiencias de primera mano y se esfuerzan por transformar la adversidad en oportunidades de crecimiento. Para muchos de estos jóvenes, dichas lecciones de resiliencia y resistencia se aprendieron primero en casa viendo a sus padres resistir de modo cotidiano. De este modo, en lugar de sentirse víctimas de un injusto sistema migratorio estadounidense, los miembros de ODA asumen sus experiencias de vida a fin de abogar por los derechos humanos de los inmigrantes tanto a través de la frontera entre México y Estados Unidos como en todo el mundo. Al hacer esto, demuestran que los inmigrantes no son receptores pasivos de la opresión y que más bien forman una comunidad que se ha volcado consistentemente a la resistencia y es capaz de luchar contra la injusticia social. Por lo tanto, aunque estas historias reflejan una serie de sufrimientos, al mismo tiempo nos muestran el espíritu de lucha, determinación y dignidad de las familias inmigrantes.
Referencias
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1 Me gustaría agradecer a los editores de Apuntes, el doctor Martín Monsalve Zanatti y el doctor Nelson Ramírez Rondán, a su equipo editorial y a los evaluadores anónimos por sus útiles comentarios a una versión previa de este artículo. También deseo agradecer su excelente trabajo al traductor Javier Flores Espinoza. Agradezco asimismo a Erika Busse, por quien conocí la revista Apuntes. Por último, vaya mi profunda gratitud a todos los participantes y estudiantes que generosamente compartieron conmigo sus historias íntimas de migración.
Una versión previa de este estudio fue presentada en el III ISA Forum of Sociology, el 12 de julio de 2016 en Viena, Austria.
2 Salvo por Maggie, todos los nombres aquí usados son pseudónimos para proteger la confidencialidad de los participantes.
3 La IIRIRA, en la sección 287(g), creó un programa para facilitar la colaboración entre los oficiales designados de los cuerpos policiales estatales y locales y los agentes federales. Este programa se expandió exponencialmente a partir del 11 de setiembre en el «Programa de comunidades seguras» (Secure Communities Program, SCP). «Con Comunidades Seguras, el FBI automáticamente envía las huellas digitales al Departamento de Seguridad Nacional para su cotejo con sus bases de datos de los inmigrantes. El ICE tomará medidas si estas pruebas revelan que una persona se encuentra presente ilegalmente en los Estados Unidos o es removible en algún otro sentido, priorizando la remoción de las personas que constituyan las amenazas más significativas a la seguridad pública, según haya quedado determinado por la severidad de su delito, sus antecedentes penales y el riesgo que presenten a la seguridad pública, así como de quienes hayan violado las leyes migratorias de la nación» (U. S. Inmigration and Customs Enforcement, ICE, 2018).
4 El movimiento santuario nació durante la década de 1980 en apoyo a los migrantes centroamericanos que intentaban llegar a los Estados Unidos; principalmente, fueron las iglesias de diferentes corrientes las que los ayudaron para su llegada a este país.
5 En su página web, ODA describe una serie de proyectos sobre sus esfuerzos para ayudar a los jóvenes tanto retornados como deportados (ver: Otros Dreams en Acción, s. f.).