FELIPE LUIS GARCIA
Universidad Nacional de Mar del Plata, UNMdP; Universidad de Buenos Aires, UBA; Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, Conicet, Mar del Plata, Argentina
Resumen. El objetivo del artículo es mapear las modificaciones que ha ido sufriendo el capitalismo cognitivo para entender la ciudad contemporánea. En primer lugar, se intentará articular conceptualmente una herramienta de abordaje que permita percibir las problemáticas culturales urbanas actuales. Asimismo, se propondrá reconstruir la genealogía del turismo en referencia al ocio, indagando las diversas transformaciones que ha sufrido la actividad y profundizando el complejo entramado de realzamiento que se impulsa en las ciudades contemporáneas con el propósito de museificar la ciudad, para lo cual se establece un nexo medular entre la cultura del consumo y la industria del turismo. Por último, se promoverá una postura crítica y reflexiva que habilite las posibles alternativas para mitigar dicha museificación.
Palabras claves: ciudades y pueblos; urbanismo; ocio; museificación; capitalismo cognitivo.
Mapping cognitive capitalism to mitigate the urban museification
Abstract. The aim of the article is to map the changes undergone by cognitive capitalism to gain an understanding of the contemporary city. First, the article takes a conceptual approach in order to perceive current urban cultural problematics. At the same time, it seeks to reconstruct the genealogy of leisure tourism, analyzing its transformations and exploring the complex framework of enhancement promoted to museify contemporary cities, establishing to this end a fundamental nexus between cultural consumption and the tourist industry. Finally, the article promotes a critical and reflexive approach to formulating possible alternatives to mitigate urban museification.
Keywords: Cities and towns; urbanism; tourism; leisure; museification; cognitive capitalism.
Introducción
El título del presente artículo da cuenta de la búsqueda de la articulación de una estrategia de intervención conceptual que oriente espacio-temporalmente a los sujetos dentro del discurrir urbano para lograr encontrar una forma de mitigar un proceso de museificación de la ciudad2. El mismo se basa en un concepto de Giorgio Agamben (2013) –que se ahondará en el transcurso del artículo– que da cuenta de un proceso de separación constitutiva de la ciudad respecto al «habitar» del ciudadano. Esta operación hace alusión al movimiento emanado por la dicotomía sagrado-profano3 en la que el «uso» turístico de la ciudad esboza una configuración de la «visita» de las urbes. Es decir, para el filósofo italiano, la ciudad paulatinamente ha atravesado un proceso de reconfiguración desde finales de la década de 1970 a la actualidad, en la que la preponderancia del automóvil y sus autopistas, la proliferación de centros culturales y museos y la revalorización de los cascos históricos y patrimoniales han primado en el diagrama y la planificación cultural urbana de las ciudades. Si bien existen excepciones, el proceso de urbanización planetario que explota con la globalización hace de esta problemática un objeto de estudio ineludible. A su vez, la reconfiguración territorial que acaece en las ciudades contempla el carácter mercantil de la ciudad sumado a la implementación de ciertas lógicas provenientes de lo museístico en donde se condensan tensiones asociadas al consumo y al espectáculo. Dicho esto, y dando cuenta de la injerencia de las estrategias de marketing y publicidad que simultáneamente diagraman el devenir en las ciudades, se puede notar las zonas «dignas de ser visitadas» y las que no lo son. A su vez, lo anterior está acompasado por un creciente proceso de estimulación del capitalismo mediante artefactos y dispositivos tecnológicos que transformaron la estadía en las ciudades acaparando un desarrollo sustancial del plano cognitivo. En palabras de Berardi (2018), el capitalismo en su faceta global se vuelve «cognitivo», ya que la producción y el intercambio de signos abstractos pasan a jugar un rol predominante en todo el proceso de acumulación. Dicho de otro modo, el capitalismo cognitivo corresponde a las prácticas de consumo que giran en relación a las producciones de conocimiento, los bienes inmateriales y las plataformas que brindan servicios. Por ende, la manifestación más extrema del capitalismo cognitivo se fija en la predominancia de la abstracción financiera, con lo cual, cartografiarlo permitirá contemplar una reorientación que brinde alguna oportunidad para volver a «revitalizar el encuentro» en las ciudades, pues dicho encuentro está basado en un descentramiento de los espacios en pos de una profanación de estas estrategias de captura que se han dispersado por la ciudad y han permitido la sustracción del «uso» de la misma. Por ello, es fundamental comprender el movimiento del capitalismo cognitivo para adentrarse en la lógica de museificación de la ciudad que se dilucidará en el transcurso de este artículo.
Al enmarcarse él en las precipitadas transformaciones del capitalismo cognitivo y su repercusión en los lazos sociales, se dispondrá a indagar acerca de los cambios que han acaecido a la ciudad en las últimas décadas. La idea es partir de un análisis que permita ensamblar ciertos conceptos espaciales y temporales: mapa cognitivo (Jameson), museificación de la ciudad (Agamben y Huyssen), el Atlas Mnemosyne (Warburg), constelaciones-imágenes dialécticas (Benjamin) y palimpsesto urbano (Huyssen). Si bien, las problemáticas son disimiles y los diversos conceptos se caracterizan por ahondar una profundidad crítica asombrosa, la empresa de este trabajo constará en intentar articularlos para construir una herramienta analítica lo más abarcativa posible. A su vez, partiendo de los presupuestos de dicho cruce entre el entramado del capitalismo cognitivo y la museificación, se intentará transitar la ciudad para interrogarla políticamente en búsqueda de nuevos espacios de «encuentro» que la revitalicen y «restituyan al uso común de los hombres» –en los términos de Agamben anteriormente mencionados–.
Esta ardua tarea surge a partir de la lectura de un texto de Longoni y Davis (2009) en el que se proponen cartografiar el debate de las vanguardias artísticas trastornando el recorte naturalizado y trazando, atrevida y perturbadoramente, nuevas genealogías que permitan repensar la producción de visibilidad y de discurso frente a las historiografías dominantes, para lo cual interpelan sus efectos en el presente. Por tal razón, partiendo de esta premisa genealógica, se dispondrá el análisis de la ciudad contemporánea y de cómo esta se envuelve en una compleja trama productiva que conecta el «discurrir» con una «experiencia de consumo». Para ello, se iniciará con la figura del artista-turista que concede el acceso a
[…] vislumbrar hasta qué punto ciertos circuitos institucionales del arte replican mecanismos aceitados de los flujos del turismo como forma de la utopía nómada del consumo y la facilitada accesibilidad a un mundo domésticamente exótico, sin imprevistos y al margen de la guerra (Longoni, 2010, p. 121).
Para desentrañar dichos «mecanismos aceitados», se deberá ingresar en la temática de la ciudad, para luego ahondar su vinculación con los patrones de consumo y la industria del turismo.
La ciudad como encuentro
La ciudad contemporánea ha sido ampliamente abordada desde las ciencias sociales y desde comienzo del siglo XX se pueden enumerar vastos aportes socioculturales y urbanos de Simmel, Benjamin, Kracauer y Schorske y, luego, los análisis de Barthes, Berman y Choay, entre otros. Por tanto, traer a colación al filósofo francés Jean-Luc Nancy (2013) permitirá iniciar el análisis urbano, ya que él concibe a la ciudad como un conjunto de cruces, trayectos, choques, temblores, desplazamientos y emplazamientos en donde se dirime nuestro habitar como transeúntes en constante circulación. Lo interesante de Nancy es la consideración de la tensión irresoluta en la que se enmarca la concepción de la ciudad, debido a que la misma se concibe en permanente movimiento. Asimismo, esta tensión no es solo espacial, sino también temporal, tal que la ciudad de hoy se da en el espectáculo de la ciudad de ayer: la preserva y la restaura, decapa sus fachadas, monumentaliza, patrimonializa la ciudad pasada y, concomitantemente, la deconstruye. Para Nancy, la ciudad también se concibe como una obra de arte, es decir, en principio, una obra de la técnica –o sea, del movimiento por el cual el acontecimiento y el lugar son en primera instancia apartados o desatendidos en beneficio del proceso y del emplazamiento que permite un acontecimiento o encuentro–. Por eso, «el monumento es el encuentro del espaciamiento y la puntuación –que también se puede formular como la confluencia entre lo efectivo y el emblema, o de la cosa y de la imagen, de la ciudad y la Ciudad–» (Nancy, 2013, p. 59). Puesto que la ciudad es inventada –esperada, deseada, llamada– desde el encuentro, la ciudad surge de una convergencia, composición y comunicación de encuentros, y, si se puede decir, del «encuentro de todos los encuentros»4. Por lo tanto, la ciudad se concibe en un encuentro que permanece encuentro: contingencia del contacto, roce pasajero, ocasiones aprovechadas y perdidas. Siendo condición indispensable el movimiento, el desplazamiento y la reconducción de la dinámica (Nancy, 2013).
Ahora bien, para que se logre captar los desplazamientos y dinámicas constitutivas de la ciudad, parece pertinente comenzar a articular conceptos capaces de vislumbrar las transformaciones espacio-temporales que trajo aparejado el capitalismo cognitivo, pues la financiarización monetaria, la desterritorialización productiva y de intercambio y la aparición de tecnologías que ampliaron las fronteras hacia un plano virtual transformaron la ciudad y el abordaje de la misma. Por ello, caracterizar al turismo en la sociedad actual implica contemplarlo como un saber instituido y, simultáneamente, visualizarlo a través de las transformaciones de sus prácticas a lo largo de la historia y cómo estas se entrelazan con los contextos socioeconómicos y la producción de conocimiento. Para hacerlo, se ahondarán estos vaivenes con el fin de realizar un breve mapeo de la cuestión que permita reconstruir la genealogía del turismo en referencia al ocio indagando en las diversas transformaciones que ha sufrido la actividad y profundizando el complejo entramado de realzamiento que se promueve en las ciudades contemporáneas con el propósito de canalizar el devenir de sus flujos y museificar la ciudad (Agamben, 2013).
Turismo, una genealogía del ocio
Para iniciar el recorrido, se partirá de las concepciones de turismo que plantea John Urry (2004). En primera instancia, el sociólogo británico sostiene que el turismo es una actividad de esparcimiento que se constituye a partir de su opuesto, es decir, el trabajo asalariado, organizado y regulado. Esta idea parte del binomio del griego antiguo: ocio-negocio. Es decir, el ocio como tiempo libre, haciendo referencia a la noción de otium –lo que no implica el mundo del trabajo–, que se contrapone al negotium. Sin embargo, para adentrarse en la genealogía del ocio se rastreará las diversas acepciones y significaciones que ha ido teniendo este concepto a lo largo de la historia (Sue, 1980/1982).
El ocio surge en la Grecia antigua como algo exclusivo de los ciudadanos. La noción está vinculada a la formación de saberes y a los gradientes de educación que se podían alcanzar para el mejoramiento de la condición humana; no así con una idea de entretenimiento o distracción. Esta acepción comienza a mutar en la etapa imperial romana, en la cual, al cabo de muchos años de importación y apropiación de significados, legados y dioses griegos, se llega a una variación contundente de la semántica vinculada a este término. El concepto de ocio se empieza a asociar al disfrute y a la instrucción de los ciudadanos; se forja al calor de la construcción de identidad y pertenencia de diversos pueblos comprendidos en las grandes extensiones territoriales que acaparaba el Imperio romano intentando mantener un consenso y un orden social permanente. A partir de estas derivaciones, y con la incorporación de la dimensión del ocio como cosa pública, comienza a emerger una incipiente vinculación con el entretenimiento.
Con el paso de los siglos, ya en el Medioevo, se puede percibir que la concepción del ocio se restringe a partir de los tiempos de cosecha y orden religiosos, asociando al tiempo libre con el modo de lo divino-sagrado, por lo que se encuentran estos momentos como altamente ritualizados. Por tanto, la condición estructural del ocio se muestra como garante de un orden sociocultural dado. O sea, un individuo distinguido reproducía la desigualdad a través de sus prácticas también distinguidas. Pues bien, con el advenimiento y la consolidación del capitalismo, esto fue mutando. A partir de la centralidad que tomó el trabajo, no solo en relación a la Revolución industrial sino también a los múltiples cambios socioestructurales que reconfiguraron el orden, se comenzó a percibir al ocio en relación con la «vagancia». Es decir, el derecho al tiempo libre era construido históricamente y estaba otorgado a las clases altas mediante nociones vinculadas al mérito en el orden laboral y comercial-mercantil o a derivaciones nobiliarias antiguas. Las pautas de ocio reproducían las de la élite como objetos de deseo para los «otros». El capitalismo abogaba por esta distinción –y aún lo hace– y, en forma simultánea, pregonaba que el tiempo libre –que no fuese pensado en referencia al trabajo– era concebido como una pérdida para el sistema productivo.
Con el avance y las transformaciones del propio capitalismo, estas nociones fueron fluctuando hacia modalidades masivas de turismo que propulsan las condiciones de universalización del consumo y la incorporación de una matriz productiva mediante la inclusión. Un claro ejemplo de ello es el «turismo de sol y playa», cuyo origen se remonta al carácter paliativo de la salud, como una derivación de las formas ritualizadas del termalismo. Es decir, según Bernard Toulier y Caroline Rose (2002), el concepto de balneario es una derivación de la «cura termal», por lo que la práctica saludable se diseminó –en un principio– entre las élites que disponían del tiempo para poder «purificarse» de la ciudad y, luego, pasar a ser un engranaje más del sistema productivo capitalista masivo. Esto –en el plano nacional argentino– se puede evidenciar a través de las transformaciones que fueron sometiendo al formato vacacional del «gran hotel», emblema de los enclaves turísticos elitistas y aislados en los que se promovía una idea de diversión distinguida en vinculación con la socialización (civilización entre «pares» y con la naturaleza), los juegos y la ludo-atracción. Dicho de otro modo, la mutación hacia un espectro más masivo fue un componente cada vez más importante de la sociedad de consumo, lo que implicó la diseminación de destinos turísticos con mayores variantes en cuanto al ofrecimiento de bienes y servicios.
La masificación del turismo se cristalizó en la noción de derecho social inscripta en el linaje de ampliación de derechos laborales como producto de consolidaciones políticas y construcciones identitarias. Esto se ve replicado en la permanencia prolongada y con menores recursos económicos que impulsa las «viviendas de propiedad horizontal» que se promueven en todo el país, lo cual, sumado a una proliferación de una heterogénea oferta hotelera, repercute en la decadencia de los –anteriormente mencionados– «grandes hoteles», cuyo destino es el cierre y su posterior demolición o refuncionalización. La accesibilidad es otro de los factores preponderantes que habilita el advenimiento del «turismo de masas». La temprana pavimentación de la Ruta Nacional N° 2 rompe el monopolio del transporte ferroviario en la Argentina, consolidando el transporte automotor, el mismo que marcó una clara incidencia en la reorganización de la ciudad debido a que permitió una mayor distancia entre la playa y la residencia turística (Bertoncello, 2006). Otra de las facetas importantes en relación al análisis de la fundación y establecimiento de los balnearios es la de los negocios inmobiliarios, debido a que estos promovieron la dinámica económica de la oferta turística al fluctuar el valor de las propiedades y la preponderancia de ciertas zonas conservables turísticamente (Harvey, 2013).
En otras palabras, los cambios en el capitalismo industrial repercutieron –y aún lo continúan haciendo– en el turismo, el cual ha comenzado a incorporar simultánea y paulatinamente alternativas a la estandarización o a la masificación turística. De ello, se derivan las nuevas intenciones de fragmentación, diferenciación y multiplicación de variantes turísticas. Esto confluye con la idea del turismo como vector que promovía negocios cuyo énfasis era asumido por los actores sociales como estrategias para enfrentar las crisis económicas frecuentes vinculando al turismo como «impulsor del desarrollo local», lo cual estimuló un consumo diferenciado al explotar los nichos de demanda dominante en los que las nuevas tecnologías abrevan con asiduidad. Por lo tanto, fue indispensable el desarrollo de una base tecnológica que solvente esta producción fragmentada y heterogénea, fomentando la conectividad y la accesibilidad de la misma y la multiplicación del consumo asociado a la búsqueda de un producto que se adecúe a la demanda del consumidor. Un ejemplo evidente de ello es el turismo de naturaleza, que se enmarca en esta línea como un sistema de preservación en el que se «fortalece el espíritu», donde se juegan representaciones de «lo divino» y donde la naturaleza se contempla enalteciendo la faceta visual del paisaje, obviamente partiendo del paisaje como una mirada prefijada, basada en una operación cultural que genera la construcción de una significación dada. Paralelamente, se disfruta del «turismo fantasía» (Cohen, 2005), como lugar artificial donde se viven experiencias artificiales; o del «turismo extremo», donde se promocionan las condiciones de dificultad como un reto a vencer: Y así con cada una de las particularidades turísticas del caso (Lash & Urry, 1998).
En forma global, esto devino en la turistificación del planeta mediante nuevas dimensiones para rediferenciar lo estandarizado y multiplicar lo atractivo, mediante técnicas como la estetización (puesta en valor patrimonial), la tematización (distinción o enfatización del movimiento de los actores) y jerarquización (elitización del espacio urbano). Pues bien, para enmarcar la turistificación del planeta, sería pertinente analizar al turismo como objeto de estudio, con lo cual se incorporarán las perspectivas de Urry y MacCannell. Ellos aseveran que los lugares y la mirada del turista se forjan a través de las prácticas y las intensas experiencias con las que se lidia. «Ser turista es una de las características de la experiencia moderna» (Urry, 2004, p. 12). Esta, según MacCannell, radica en una búsqueda de la autenticidad, la cual es una versión moderna de la preocupación universal humana por lo sagrado. «El turista es una suerte de peregrino contemporáneo que busca lo auténtico en otros “tiempos” y “lugares” alejados de su vida diaria» (Urry, 2004, p. 13). De esta forma, los «espacios turísticos» se organizan en torno a lo que MacCannell llama la «autenticidad escenificada». Asimismo, MacCannell (2003) manifiesta que usualmente hay un proceso de sacralización que convierte un artefacto natural o cultural en particular, en un objeto sagrado del ritual turístico5. Una serie de etapas están involucradas con esto: dar un nombre a la locación, su encuadre y elevación, su conversión en santuario, la reproducción mecánica del objeto sagrado y la reproducción social cuando otros lugares (o «locaciones») toman el nombre del sitio famoso. Por ende, las prácticas turísticas están asociadas a las experiencias de liminalidad o ritos de pasaje en los que los códigos de la experiencia social normal se trastocan. Traer esto a colación implica desentrañar la dialéctica de lo novedoso y la insaciabilidad en el corazón del consumismo moderno, posibilitando el reconocimiento de los atributos específicos de los lugares que convertidos en atractivos definen su condición de sitio turístico (Benjamin, 2011).
En consonancia con ello, Muñoz (2008) sostiene que la ciudad devenida en sitio turístico implica la estandarización del paisaje y la elitización social, suponiendo el advenimiento de tal sitio como producto de: la imagen como primer factor de la producción de ciudad, la necesidad de condiciones suficientes de seguridad urbana, la utilización del espacio público en términos de playas de ocio y el consumo del espacio urbano a tiempo parcial. Por ello, para entender estos procesos de turistificación, habría que desentrañar la industria del turismo desde una perspectiva crítica reflexiva.
La industria del turismo
La industria del turismo, según Fredric Jameson (2014), tiende a convertir a la cultura en espectáculo, a las diferencias en exotismo, a las costumbres forjadas en siglos de historia en manifestaciones de lo pintoresco. Así procesados, los lugares de turismo se tipifican y venden –siendo aptos para ser filmados y fotografiados– en base a una actitud «visitante» en la que los turistas rara vez tienen tiempo, oportunidad ni vocación para entablar contacto con los habitantes, residentes u oriundos (Capanegra, 2010). Convertidos en mercancía y estandarizados, personas y paisajes empobrecen sus significaciones y alejan su historia, convertida en mero chisme anecdótico recitado por los guías. Las artesanías y las fiestas, producto de la historia y la cultura, dotadas de utilidad y portadoras de importantes funciones simbólicas, se vacían de contenido al ser reducidas a meros objetos decorativos portadores de una cosmética descriptiva (MacCannell, 2003).
Esta visión crítica del turismo, en la tradición del marxismo occidental, se remonta por lo menos hasta el propio Marx, en el célebre capítulo inicial de El capital sobre el fetichismo de la mercancía. La perspectiva religiosa decimonónica coincide con el modo en el que Marx destaca una dimensión específicamente superestructural en los intercambios mercantiles del capitalismo. Marx entendía que era a través de «sutilezas metafísicas y detalles teológicos» como la relación laboral se ocultaba a los ojos del comprador y, así, entendía la mercantilización en tanto que operación esencialmente ideológica, una forma de falsa conciencia que cumplía la función específica de enmascarar la producción de valor ante el consumidor (Lukács, 1969). La obra filosófica clásica de Lukács (1969) desarrolla este análisis sobre un plano más amplio de la propia historia de la filosofía, resituando la mercantilización en el centro del proceso social global con la incorporación de la reificación. Por su parte, los situacionistas y su flamante teórico Debord reconfiguran una nueva perspectiva sobre la mercantilización con el aforismo: «la forma última del fetichismo de la mercancía es la imagen» (2000). Este es el punto de partida de su teoría sobre la sociedad del espectáculo, en la que la antigua «riqueza de las naciones» se entiende ahora como «acumulación inmensa de espectáculos». La idea de que compramos imágenes desplaza el proceso hacia una nueva forma de deseo y lo sitúa en un plano simbólico-ideológico que condice con la interpelación constante que se tiene en la actualidad por parte de los dispositivos tecnológicos y virtuales. Estas formas reticulares de fluidez de imágenes e información representan más fehacientemente las dinámicas ondulatorias del capitalismo tardío (Deleuze, 1999). Tal giro analítico y conceptual forma parte de una visión contemporánea de la cultura que Lefebvre –intuitiva y teóricamente– acercó hacia las problemáticas urbanas (Jameson, 2014).
Entonces, comprender a la ciudad contemporánea envuelve la noción cultural de circulación de flujos y de tránsitos, donde los objetos y los agentes se relacionan a partir de una pluralidad de redes interconectadas (Ascher, 2004), suponiendo que las prácticas sociales de los individuos transforman la experiencia que se tiene de la ciudad (García Vázquez, 2015). Ahora bien, para tal comprensión, hace falta un abordaje integral y totalizante, por lo cual se partirá de la cartografía cognitiva de Jameson (2014), cuya apertura brindará la visualización de los horizontes explicativos fundamentales para la consecución de dicho trabajo.
Cartografía cognitiva
La cartografía cognitiva es una categoría jamesoniana que está tomada del libro La imagen de la ciudad del geógrafo Lynch (1998), quien la utiliza para describir cómo dan sentido las personas a sus entornos urbanos. Efectivamente, a partir del caos espacial que los cambios tecnológicos y financieros desataron después de la década de 1970 en los centros metropolitanos, Fredric Jameson (2012) señaló la falta de «una estética de cartografía cognitiva», de la cual se puede disponer como de una intersección entre lo individual y lo social que capacite a los sujetos para desenvolverse en los espacios urbanos que atraviesan, puesto que dicho entrecruzamiento surge para resolver la incapacidad de nuestras mentes –al menos por el momento– para trazar el mapa de la gran red global multinacional y de las comunicaciones descentralizadas en las que nos encontramos atrapados. El crítico cultural norteamericano concebía esta estética cartográfica como una pedagogía colectiva, cuyo desafío sería la posibilidad de relacionar el conocimiento abstracto de las realidades globales con la presencia sensible de las figuras imaginarias que orientan la experiencia urbana cotidiana. Para lograr esta correlación entre abstracción y sensibilidad, habría que trabajar paralelamente en dos planos: por un lado, con las rupturas epistemológicas que pueden resultar de la crítica tradicional de la representación; por otro lado, con la incipiente gestión individual del espacio urbano graficado a través del despliegue de vocabularios visuales y técnicos radicalmente nuevos.
Para Jameson (2012), la cartografía cognitiva es el modo más apropiado de comprender el mundo social actual, ya que permite concebir la reconfiguración de las dinámicas de los espacios nacionales y globales. En efecto, lo que habilita el mapa cognitivo es una representación situacional –por parte del sujeto individual– de esa más vasta totalidad imposible de representar que es el conjunto de la estructura de la ciudad como un todo. Sin embargo, existe otra línea de desarrollo, que se desglosa de la propia cartografía y que constituye su instancia mediadora clave. La misma cartografía – en tanto ciencia– se ve limitada, no solo por su deliberada restricción de problemas ligados a la forma urbana, sino también porque no concierne a lo que el trazado de mapas implica en la sintonía jamesoniana. Por ello, las operaciones que comprenden al modelo de Lynch corresponden a instancias «precartográficas», cuyos resultados se describen tradicionalmente como itinerarios y no como mapas: son diagramas organizados alrededor del viaje –centrado en el sujeto– que señalan diversas características claves significativas: oasis, cadenas montañosas, ríos, monumentos, etc. La forma más desarrollada de tales diagramas es el itinerario náutico: la carta marina conocida como portulano. No obstante, Jameson (2012) transforma totalmente la problemática del itinerario al introducir una nueva dimensión a las cartas náuticas. Esta dimensión, que revoluciona analíticamente el concepto, está basada en la relación que el diseño de mapas forja con la totalidad –mediante brújulas, por ejemplo–. En este punto, el trazado de un mapa cognitivo pasa a requerir la coordinación de los datos existenciales con nociones abstractas de la totalidad geográfica. Por tanto, brota una tercera dimensión de la cartografía, que plantea de inmediato
[…] lo que hoy llamaríamos la naturaleza de los códigos de representación, las estructuras intrínsecas de los diversos medios, la primera intervención en concepciones más ingenuas y miméticas de trazado de mapas, toda la cuestión fundamental de los propios lenguajes de representación; y, en especial, el dilema imposible de resolver (casi heisenbergiano) de la transferencia del espacio curvo a cartas planas: en ese momento se hace evidente que no puede haber verdaderos mapas (Jameson, 2012, p. 96).
En síntesis, la cartografía cognitiva necesita algo más que el mero desarrollo. Es fundamentalmente una metáfora que requiere descomponerse en una serie de conceptos capaces de relacionar lo individual con lo social. Pues bien, Jameson (2012) nos concede repensar estas cuestiones específicas de geografía y cartografía, en términos del espacio social, al intervenir sobre instrumentos de estas áreas mediante el concepto de ideología de Althusser. Tal intervención supone también enfrentarse cara a cara con las mutaciones sufridas en las propias condiciones productivas del espacio global del tardocapitalismo transnacional. Por esta razón, la intervención y reconfiguración enfrentan una segunda dificultad que consta en el carácter irrepresentable del sistema internacional global, o sea, en la brecha entre la experiencia concreta existencial y el conocimiento científico que hay sobre la misma. Sobre esa grieta representativa se erige el mapa cognitivo como una herramienta de exploración y de reubicación –crítica– del sistema económico mundial (Jameson, 2014). Al intentar imaginar un sistema económico a escala global, y frente al imperante relato fragmentario al que nos arrastra –aunque sea involuntariamente– el posmodernismo, se revitaliza el viejo tema de la conspiración en cuanto estructura narrativa: una red potencialmente infinita junto a una explicación plausible de su invisibilidad –en otros términos, lo colectivo y lo epistemológico–. En efecto, es la imposible visión de la totalidad –recuperada aquí en el momento en que la emergencia de la conspiración confirma la posibilidad de la unidad del orden social– lo que se celebra en este momento performativo6. De esta manera el mapa de la propia conspiración sugiere inesperadamente la posibilidad de la cartografía cognitiva como un todo, confirmando que la coincidencia momentánea entre el conocimiento como tal y el orden arquitectónico de la totalidad astronómica se ofrece como un atisbo de lo providencial que organiza la historia, pero que no se puede representar en ella (Jameson, 2014).
Por lo tanto, la estética del trazado de mapas cognitivos surge como una cultura política pedagógica que trata de proporcionarle al sujeto individual un nuevo sentido del lugar que ocupa en el sistema global acaparando una innegable atención a la dialéctica de la representación y a sus formas radicalmente nuevas. Es así porque este cambio lejos está de corresponder con un retorno a un espacio nacional más viejo y transparente o a un enclave más mimético o tradicional y portador de una perspectiva más tranquilizante. El nuevo arte político tendrá –sostiene Jameson (2012)– que asimilar los cambios acaecidos por el posmodernismo, esto es: una nueva superficialidad, el consiguiente debilitamiento de la historicidad, un tono completamente nuevo en el terreno íntimo-emocional y las profundas relaciones constitutivas de todo esto con una tecnología flamante que representa en sí misma un nuevo sistema económico mundial. Por lo tanto, trazar un mapa cognitivo implicará incorporar al posmodernismo y recobrar la capacidad para actuar y luchar que se encuentra neutralizada por nuestra confusión espacial y social.
Aun así, todas estas problemáticas conceptuales a las que Jameson somete al mapa cognitivo se formulan desde un eje ideológico-espacial, lo que implica que aún no se ha complejizado la faceta temporal. En esta reside el punto de vista historicista para tal coordinación. Es decir, la dimensión temporal también entra en juego en este mapeo: es aquí donde se profundizará y complementará con la metodología de Warburg (2010), las «constelaciones» de Benjamin (2011) y el «palimpsesto urbano» de Huyssen (2002).
El método warburguiano, la constelación benjaminiana y el palimpsesto urbano
El modelo de Warburg (2010) aspiraba a reconstruir un método de investigación heurística sobre la memoria y las imágenes; el mismo apuntaba a acumular imágenes –de diversas civilizaciones– realizadas sobre todos los soportes concebibles y destinadas a todas las funciones imaginables, hasta cumplir el propósito de construir un espectro continuo, irisado y exhaustivo de representaciones en las cuales se reprodujese la trama secular de la memoria de Occidente: el Atlas Mnemosyne (Burucúa, 2008). Warburg, a partir de su ontología cultural y de ciertas nociones de la psicología fenomenológica, como la noción de engrama –un conjunto estable y reforzado de huellas que determinados estímulos externos han impreso en la psique y que produce respuestas automatizadas ante la reaparición de esos mismos estímulos–, intentó condensar en mecanismos sensibles un discurrir opuesto al del procedimiento habitual de la memoria y suscitar con ello el recuerdo de experiencias primarias de la humanidad (Burucúa, 2008). Dicho de otro modo, Warburg intentaba captar «la vida en movimiento» mediante un modelo resueltamente simbólico, «un modelo cultural de la historia en el que los tiempos no se calcaban ya sobre estadios biomórficos sino que se expresaban por estratos, bloques híbridos, rizomas, complejidades específicas, retornos a menudo inesperados y objetivos siempre desbaratados» (Didi-Huberman, 2009, p. 43). En Warburg, las imágenes asumen un papel fundamental en la transmisión y en la conceptualización de la supervivencia del pasado. Las Pathosformeln –fórmulas del pathos– poseen por definición una Nachleben, es decir, son capaces de pervivir y sobrevivir al paso del tiempo y de conservar y transmitir contenidos, formas y emociones, puesto que están marcadas «engramáticamente» por las fuerzas del pasado (Vargas, 2014). Así, el proyecto que propone Warburg (2010) radica en un atlas con una cartografía abierta, de límites semánticos difusos a sucesivas ampliaciones de campo o contenidos o al descubrimiento de nuevos territorios. Aby Warburg habla de una red de relaciones entre objetos establecidos.
Las referencias surgidas rompen los límites de la temporalidad y contigüidad, posibilitando constantes relecturas que enfatizan una sorprendente e inaprensible capacidad de poner en relación lo diverso. Esa es la fascinante dinámica que constituye al atlas warburguiano (Burucúa, 2008). Pues bien, esta dinámica es el gran asunto de la estética contemporánea, su problemática central, debido a que en ella se concentra la organización de lo múltiple: las relaciones predominan sobre los objetos, la arborescencia sobre los puntos, el pasaje sobre la presencia, el recorrido sobre las estaciones que lo componen. Dicho de otra manera,
[…] este predominio de lo múltiple va de la mano de una concepción heterocrónica del tiempo; más allá de la «pura presencia» y de la instantaneidad que eran los atributos de la obra-planeta modernista, el arte contemporáneo postula la multiplicidad de las temporalidades: una representación del tiempo que evoca la constelación (Bourriaud, 2015, p. 77).
Esto nos deriva a la omnipresencia de las formas reticulares en el arte contemporáneo, en particular a la figura de la constelación y sus derivados, provenientes de la evolución de la técnica, que obedecen a causas de índole sociológica ligadas a la civilización global actual. Para Bourriaud, quien abreva tanto a Benjamin como a Warburg, «una constelación –lo que se llama un “asterismo”– es la construcción de una figura por analogía formal, la formación de un objeto arbitrario por la conexión de elementos dispersos y por un plegado del espacio y del tiempo» (2015, p. 78). Pues bien, la forma de constelación, en el caso de Benjamin (2011), se ve asociada a un concepto general de «legibilidad» de la historia (Lesbarkeit), atendiendo a una lectura asterocrónica que establece conexiones entre eventos disímiles en el espacio y el tiempo. Ahora bien, percibir en las huellas que ha dejado la historia los síntomas de nuestro estado actual permite distinguir,
[…] parpadeando más o menos débilmente, la luz de «la imagen dialéctica» en la cual Benjamin veía el punto de pasaje entre el ayer y el hoy. No se debe decir que el pasado ilumina el presente o que el presente ilumina el pasado. Una imagen, al contrario, es el lugar donde el Antaño se encuentra con el Ahora en un destello que forma una constelación (Bourriaud, 2015, p. 97).
Por ende, tanto en Benjamin como en Warburg, la concepción de las obras de arte como «formas de vida» y como objetos capaces de transmitir contenidos cargados de vitalidad es algo que modifica la relación de aquellas con la historia. El pensamiento de estos autores conduce a una revisión de los fundamentos tradicionales de la historia del arte y la cultura e inaugura una forma de historia de carácter espectral (Grüner, 2017). En otras palabras, este modo de visualizar la historia consiste en que eso que pervive o que vuelve desde épocas remotas no está bajo control de los sujetos que lo experimentan o reconocen. Para Aby Warburg, la supervivencia de un ornamento cobra la forma de un fantasma y un síntoma cuya irrupción proviene de tiempos heterogéneos y lejanos. Benjamin (2011), por su parte, piensa la categoría del origen como un «remolino» en medio del río del devenir, ya que esta no es contemplada como un comienzo, sino como novedad que se conforma por el encuentro en torno a un fenómeno que turba a la historia y rompe con el ordenamiento lineal de la temporalidad genealógica. Por ello, la forma de la constelación incita a una reflexión más profunda que puede confluir en el Atlas Mnemosyne de Warburg (2010), siendo este una especie de monumento que ha encontrado su total legibilidad en nuestra época, pues anticipa las investigaciones iconográficas interdisciplinarias, las búsquedas de analogías y el browsing, es decir, el lugar común de nuestra actual experiencia cultural (Bourriaud, 2015). Por lo tanto,
[…] si el sistema de pensamiento puesto en marcha por Warburg suscita hoy tal entusiasmo, se debe a que se condice con la matriz visual dominante en nuestra época. La red, el mapa, el tablero, el diagrama, la constelación y otras figuras del arte actual cuyo punto en común reside en su estructura reticular: un conjunto de puntos unidos entre sí por nexos, visibles o no. Y que, en su esencia, son informaciones visuales que constituyen la materia prima y que se parecen a la lógica del recorrido de un internauta cuando va de un sitio a otro (Bourriaud, 2015, p. 82).
Por su parte, Huyssen (2002) señala una forma peculiar de concebir a la ciudad que engranaría perfectamente con las estructuras reticulares que condensan la espacio-temporalidad –cual cronotopo7 literario–. El crítico alemán sostiene la denominación de palimpsesto urbano como un paisaje amalgamado conformado por diversas formas edificadas que, con el paso del tiempo, se superponen unas sobre otras. En algunos casos, las primeras capas tienen un origen verdaderamente antiguo que data de las primeras civilizaciones, cuya huella aún puede distinguirse debajo del actual tejido urbano. El palimpsesto es un tipo de texto, de escrito, cuya peculiaridad consiste en que parte del mismo está borrado, mientras que otras partes se hallan sobrescritas en diversas temporalidades. Huyssen (2002) utiliza el concepto de palimpsesto urbano con el fin de capturar la dimensión de la memoria, atendiendo las diferentes capas históricas y narrativas que se visibilizaron, por ejemplo, en Berlín luego de la Caída del Muro en el año 1989. Es decir, él concibe al palimpsesto urbano como una herramienta para abordar las ciudades desde sus políticas de la memoria, lo que permite articular el deseo de preservación en la discusión por el espacio público donde el intento por preservar no solamente contenga la misma función o significación del lugar original, sino que más bien pueda ser usado como un espacio donde confluyan las memorias pasadas con las configuraciones urbanas actuales. Por eso, incluso, ciudades relativamente actuales encierran capas particulares que se han ido acumulando en las diferentes fases de transformación, el caótico crecimiento urbano engendrado por la industrialización, la conquista colonial, la dominación neocolonial y la oleada tras oleada de cambio especulativo y modernización.
Entonces bien, ¿una ciudad puede ser percibida como una unidad? Huyssen (2002) basa sus análisis sobre la percepción de la ciudad en donde aún se registra a la misma como una unidad. Así, a través del palimpsesto urbano, elabora un recorrido literario de las obras modernistas de fines del siglo XIX y principios del XX, donde logra evidenciar una relación entre los cambios en las narrativas literarias y la percepción de las transformaciones urbanas focalizados en la emergencia de la fotografía y el cine. Ellos mediaron la visualidad masiva y popular de la ciudad. En consecuencia, Huyssen (2002) considera –siguiendo a Ascher (2004)– que las ciudades contemporáneas se han vuelto metápolis: entidades discontinuas y no limítrofes que se vinculan mediante redes de transporte y sistemas desarrollados de telecomunicaciones. Ahora bien, esta visión reticular de la urbe confronta cierto tipo de ensayos productores de imágenes que aún intentan reconstruir la antigua unidad de la ciudad con propósitos turístico-mercantiles apelando a recrear un tipo de nostalgia urbana perdida que poco condice con la dinámica articulación controversial que proponen los mencionados proyectos de Benjamin, Warburg y Huyssen. Es que, como previamente sugería Jameson (2012), la sola idea de concebir a la ciudad como unidad dispara la representación de la totalidad como un imposible e irrepresentable y, al mismo tiempo, posibilita y motoriza la ardua tarea de mapear cognitivamente el entramado global que conecta a las actuales ciudades como unidades de consumo (Featherstone, 2000).
Por lo tanto, en la era de internet, la comunicación en tiempo real y la hipermovilidad global parece lógico que se instalen nuevos modos de percepción y de representación del espacio y el tiempo8 sumergidos en ciudades concebidas como «espacios de flujos» (Castells, 2004; Mongin, 2006) y «ciudades globales» (Sassen, 1999), donde interpretarlas implica concebirlas como una «unidad de consumo social y espacialmente organizada» (García Vázquez, 2015). Esto permite traslucir la ambivalente dinámica urbana actual: los «espacios de flujos» se comprenden no solo por la conexión de espacios productivos sumamente distantes –conectados por sofisticados sistemas de transporte y producción masiva–, sino también por la concentración del control financiero y administrativo en estas «ciudades globales» –dotadas de las más sofisticadas tecnologías e infraestructuras telecomunicacionales–. Esto viabiliza el universo de impactos visuales permanentes al que se nos arroja, potenciando la sensibilidad del individuo del siglo XXI hacia un imaginario de lo múltiple buscando en las formas reticulares lugares donde asirse (Bourriaud, 2015). Por ende, la hiperproducción, hiperabundancia e hiperarchivismo de objetos culturales ha generado que el individuo se extravíe en las ciudades –cual depósitos con forma de laberintos–, lo que explica la importancia de itinerarios, guías y manuales de orientación que regulan la experiencia urbana, pues esta misma dinámica se conectará con la cartografía cognitiva para poder descentralizar los recorridos instituidos y lograr mitigar la museificación de la ciudad (Garcia, 2018).
El devenir de los «flujos» y la museificación de la ciudad
Ahora bien, toda esta amalgama de conceptos surge a partir de la inquietud que propulsa la intención de comprender cómo la dinámica de la ciudad ha ido fluctuando a la par de las complejas transformaciones socioculturales, urbanas, turísticas y espaciales. La ciudad aparece como nuestra experiencia actual donde los espacios se determinan por los «flujos» y las «redes». La misma adquiere múltiples velocidades, aunque «la potencia de los flujos no impide que aún puedan darse las prácticas urbanas, aun cuando se fragilicen» (Mongin, 2006, p. 142). Entonces, las frágiles y actuales prácticas urbanas confirman –en consonancia con Nancy (2013)– a la ciudad mediante una estética en circulación, un devenir inmanente de producciones de experiencia de ningún modo transcendental ni representativo: «la ciudad no es una representación de los tránsitos y las experiencias de los individuos, sino que se expresa y se vive ella misma como experiencia en circulación permanente. Se trata de tránsitos, pasajes en donde se gestan relaciones» (Dipaola, 2013, p. 67). Por tanto, el devenir de los flujos –ese fluir dinámico de las insistencias y diferencias en el espacio actual– implica que, de manera inmanente, se consignan formas de normatividad que se expresan múltiples dando lugar a formaciones e inscripciones de identidades (Dipaola, 2013). Por ende, entender este devenir múltiple de los flujos habilita la idea de que la ciudad se conciba como un artefacto que se ensambla por medio de diversos dispositivos (Garcia, 2018), a partir de los cuales se dilucidan las reconfiguraciones que han ido sufriendo las ciudades con la incorporación de ciertos patrones de consumo globales que regulan: la «canalización» de estos tránsitos de imágenes, los lazos sociales, las experiencias urbanas y las prácticas concretas. Para ello, a continuación, se enfatizará el proceso de museificación de la ciudad, en los términos de Agamben (2013) y Huyssen (2002).
La museificación de la ciudad hace referencia a un proceso por el cual las potencias espirituales que definían la vida de los hombres –el arte, la religión, la filosofía, la idea de naturaleza, hasta la política– se han retirado dócilmente una a una dentro del Museo, entendiendo que este no designa un lugar o un espacio físico determinado, sino la dimensión separada en la cual se transfiere aquello que en un momento era percibido como verdadero y decisivo, pero ya no lo es más (Agamben, 2013). Es decir, según el filósofo italiano, la museificación de la ciudad es una operación de «consagración de los espacios» que se constata en la separación de ciertos lugares que se consignan como «zonas dignas de ser visitadas». A través de tal operación, es capturada la vitalidad colectiva que constituía al espacio y es depositada dentro de un marco de consumo mercantil estandarizado donde dichos espacios forman parte de la cadena de experiencias urbanas plausibles de ser «transitadas» turísticamente. Es por esto que Agamben considera que el turismo es la industria global que «posibilita vivir en carne propia la conversión de todo en Museo, provocando la pérdida irrevocable de todo uso, de habitar, de hacer experiencia; es decir, la absoluta imposibilidad de profanar» (2013, p. 111). Sin embargo, este proceso no es para nada homogéneo ni regular, sino, por el contrario, está plagado de paradojas que se caracterizan mediante la tensión latente entre la estandarización global del paisaje y las configuraciones turísticas locales. Analizar esta tensión involucra el análisis de la revalorización del patrimonio, la reestructuración de los lugares emblemáticos y la lógica de diseminación de los centros culturales y museos.
Pues bien, al explotar la lógica de una diseminación de centros culturales y museos como «agente cultural privilegiado», se afronta la negociación cultural no resuelta y ellos devienen en núcleos institucionales de disputa de las discursividades que entretejen la historia de una comunidad, generando una estructura sólida sobre la que se diseña un emprendimiento económico comercial que permite lucrar con el espacio público en tensión. Por ende, como Huyssen (2002) señala lúcidamente: los museos y los centros culturales han ido mutando en su concepción de lugar de conservación elitista y bastión de la tradición y la alta cultura, dando paso así a un medio de masas con marcos de espectacularización y exuberancia operática que se presenta en términos paradójicos (Bourdieu, 2004). Esta masiva democratización divisa aristas interesantes en cuanto a la ligazón artística y la potencialidad crítica. Los museos y centros culturales suponen la espectacularidad que vertiginosamente asume la atmósfera de consumo y la industria del entretenimiento, para trocar la contemplación en un acto maratónico de superposición de obras y representaciones de índole artística. Huyssen (2002) aborda la noción de museificación como un proceso aporético dinámico de reestructuración de los lugares emblemáticos alrededor de nuevas prácticas de exhibición que corresponden a una transformación en las expectativas del público (Maffesoli, 2007), expectativas que condicen con los modos reticulares a los que anteriormente estuvimos haciendo referencia al girar en torno a la percepción espacio-temporal en la cultura del consumo y al estatus cambiante de la memoria, donde el desplazamiento permite la apertura a espacios de reflexión crítica (Huyssen, 2002).
Retomando la «imposibilidad de profanar» y continuando el análisis de la reestructuración de los lugares emblemáticos, se formulará la discusión con la concepción de Marc Augé (2008) de no lugares como epicentros de anonimato donde se cambia la concepción del ciudadano, ya que este es interpelado en tanto consumidor y prevalece dentro de estos espacios vertiginosos y provisorios con el único propósito que le puede brindar un capitalismo voraz y financiero: consumir. Augé confronta la idea de lugar como el espacio en el que el lazo social orgánico propio del estudio antropológico clásico se constituía mediante los procesos de identificación y subjetivación. A dicha idea contrapone estos espacios (shopping malls, terminales, aeropuertos, etc.) en los que el sujeto disolvería su identidad, desligándose de su historia y significaciones, para zambullirse en la atmósfera más propicia para el consumo y el disfrute del mercado. Por su parte, tanto Dipaola (2013) como Mongin (2006) refutan esta visión sosteniendo que si la normatividad social se ha tornado maleable –induciendo una plasticidad en la dinámica identitaria de las comunidades–, se entiende entonces que el espacio también responde a esa flexibilidad; no se trata de suscribir a la idea de «no lugares», sino de pensar una multidimensionalidad y pluralidad del espacio (Dipaola, 2013), o sea, un espacio como devenir y una ciudad contemporánea que se hace «a partir de los flujos».
De esta forma, el vertiginoso panorama de las ciudades contemporáneas se presenta como una plataforma integral que engloba a los no lugares dentro de una «sinergia urbana mayor» ligada a la mutación de las prácticas sociales y a la injerencia de las nuevas tecnologías y la circulación de información que dinamizan las múltiples e híbridas interacciones constitutivas del lazo social y el espacio urbano. O sea, la ciudad como artefacto propicia la experiencia de una completa tecnología que no solo produce el devenir múltiple de lo urbano, la disposición de sus tránsitos de acuerdo con experiencias y ejercicios determinados, la flexibilidad en sus usos y especificaciones de significados, el despliegue de sus flujos, mercancías, modas, consumos; sino que también conduce la administración de todo ello, con la lógica de presentarse como una gran tecnología de codificación de las dispersiones. En otras palabras, esta condición de artefacto se presenta como una administración y gestión del devenir –de los flujos y de los tránsitos– inmanente de lo urbano en el capitalismo global (Dipaola, 2013)9.
Conclusión
En fin, al suponer el advenimiento de la ciudad contemporánea envuelta en una compleja trama productiva y al conectarla con «los mecanismos aceitados del turismo como ofertas de una utopía nómade de consumo y una accesibilidad ilimitada a un mundo domésticamente exótico» (Longoni, 2010, p. 121), surgen las siguientes preguntas bourriaudianas que revolotean: ¿qué se hace si el capitalismo global parece haber confiscado los flujos, la velocidad y el nomadismo? ¿Se debe uno entregar, a la fuerza, a saludar al estancamiento como un ideal aludiendo que la flexibilidad domina el imaginario mundial? De ninguna manera sería esta la respuesta. Bourriaud (2009) sugiere que seamos «aún más móviles». No ya para oponer al capitalismo cognitivo posturas rígidas o nostálgicas, sino más bien aplicando un incesante ejercicio de continuo descentramiento –y alterando la administración y gestión del devenir urbano– que ayude a apreciar hasta qué punto esos cambios afectan la capacidad de creación y la organización urbana. Se entiende así que a través de la cartografía del capitalismo cognitivo se puede apreciar la museificación de la ciudad como un proceso turístico incesante que intenta estandarizar la imagen, los flujos y las trayectorias de la ciudad y solventa de esta manera una cultura del consumo que oscila entre una obturación de las configuraciones locales y una articulación del deseo de preservación del espacio público.
Con ello, la labor crítica constará en diagnosticar estas deficiencias estructurales de dicho enfoque y en imaginar a las sociedades futuras como complejas y diversas, defendiendo modelos de ciudad y territorios integradores, para lo cual se parte de una reinscripción en el linaje del turismo como un derecho social adquirido y conquistado y se acondiciona espacios urbanos suficientemente permeables como para acoger múltiples y variados usos, tanto en términos colectivos como individuales. Esto tiene como premisa la intención de propulsar el interés público en pos de una democratización del espacio, con la cual se intenta contraponer a la condición urbana –en términos de artefacto de gestión y administración del devenir en el capitalismo global– los espacios públicos entendidos como encuentro, ya que en ellos se compone, converge y comunica la Ciudad (Nancy, 2013), lo que habilita a la comprensión de la profanación como una operación de desplazamiento que restituye el «uso» del espacio público «al común de los hombres». Un uso que haga confluir en la tensión de lo sagrado-profano –que se enunció en el foco de la genealogía turística– una «hendija» que permita vislumbrar una «alternativa revitalizadora» que contemple la multipolaridad y la hibridación reticular contemporánea canalizando espacios de encuentro crítico-reflexivos.
Pues bien, la potencia crítica de este análisis radica en elaborar un pensamiento nómade que se organice en términos de circuitos y experimentaciones. Un pensamiento que permita cartografiar el capitalismo cognitivo para mitigar la museificación de la ciudad, incorporando a la reflexión dimensiones tanto espaciales como temporales. Para ello, se parte de la prerrogativa de profanar las ciudades logrando desplazar la centralidad mercantil por medio de una interrogación política que reconfigure los espacios para el «uso común de los hombres», volviéndolos habitables y propicios para la experiencia (Agamben, 2013) o, en su defecto, para ubicarnos –geográfica e históricamente– mediante experiencias colectivas que tracen recorridos alternativos que intenten atenuar el impacto al que se somete a nuestras subjetividades.
Referencias
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1 El presente trabajo forma parte de un proceso de investigación y escritura de la tesis de maestría en Comunicación y Cultura en la UBA del licenciado Felipe Luis Garcia. La misma será continuada y prolongada en su tesis doctoral en Ciencias Sociales en la UBA para cumplimentar con la beca interna doctoral de Conicet que le fue adjudicada a su autor.
2 Este trabajo corresponde a un apartado de mi tesis de maestría en Comunicación y Cultura, que se encuentra en proceso avanzado de escritura.
3 Según Agamben, «los juristas romanos sabían perfectamente qué significaba “profanar”. Sagradas o religiosas eran las cosas que pertenecían de algún modo a los dioses. Como tales, ellas eran sustraídas al libre uso y al comercio de los hombres, no podían ser vendidas ni dadas en préstamo, cedidas en usufructo o gravadas de servidumbre. Sacrílego era todo acto que violara o infringiera esta especial indisponibilidad, que las reservaba exclusivamente a los dioses celestes (y entonces eran llamadas propiamente “sagradas”) o infernales (en este caso, se las llamaba simplemente “religiosas”). Y si consagrar (sacrare) era el término que designaba la salida de las cosas de la esfera del derecho humano, profanar significaba por el contrario restituirlos al libre uso de los hombres […]. Pura, profana, libre de los nombres sagrados es la cosa restituida al uso común de los hombres. Pero el uso no aparece aquí como algo natural: a él se accede solamente a través de una profanación. Entre “usar” y “profanar” parece haber una relación particular, que es preciso poner en claro […]. Es preciso distinguir, en este sentido, entre secularización y profanación. La secularización es una forma de remoción que deja intactas las fuerzas, limitándose a desplazarlas de un lugar a otro. Así, la secularización política de conceptos teológicos (la trascendencia de Dios como paradigma del poder soberano) no hace otra cosa que trasladar la monarquía celeste en monarquía terrenal, pero deja intacto el poder. La profanación implica, en cambio, una neutralización de aquello que profana. Una vez profanado, lo que era indisponible y separado pierde su aura y es restituido al uso. Ambas son operaciones políticas: pero la primera tiene que ver con el ejercicio del poder, garantizándolo mediante la referencia a un modelo sagrado; la segunda desactiva los dispositivos del poder y restituye al uso común los espacios que el poder había confiscado» (2013, pp. 97-102).
4 Para explayarnos en la noción de «encuentro», es pertinente profundizar en los análisis de Andy Merrifield (2011) en «El derecho a la ciudad y más allá», en donde concibe alrededor de las «políticas del encuentro» una forma de revitalizar ciertos espacios públicos mercantilizados de la ciudad.
5 En este caso, la operación de MacCannell va en línea con el proceso de consagración que desarrolla Giorgio Agamben (2013) en su ensayo «Elogio de la profanación», en el que da cuenta de que los procesos de consagración y profanación son dos operaciones que equivalen al pasaje de un objeto, lugar o personaje de lo profano a lo sagrado o viceversa.
6 Tal como Butler (2010) observa, performatividad y performación son conceptos que se usan en las ciencias sociales principalmente para pensar lo social como efectos, entendiendo que la fuerza performativa de una proposición o una distinción no radica únicamente en la estabilización de expectativas mediante formas simbólicas, sino además en la constitución de configuraciones culturales (Farías, 2014).
7 Cronotopo –lo que semánticamente significa «tiempo-espacio»– es la conexión esencial de relaciones temporales y espaciales asimiladas artísticamente en la literatura. Este término expresa el carácter indisoluble del espacio y el tiempo, entendiéndolo como una categoría de la forma y el contenido en la literatura. El tiempo se condensa y comprime, se convierte en visible desde el punto de vista artístico; y el espacio, a su vez, se intensifica y penetra en el movimiento del tiempo (Bajtín, 1936-1937/1989).
8 Para profundizar en esta concepción virtual y reticular de la sociedad de consumo, se recomienda la lectura del texto La era del acceso de Jeremy Rifkin (2000).
9 En referencia al cruce entre los flujos y los tránsitos que constituyen a la ciudad y a la fragilización de la normatividad y de los lazos sociales, se puede profundizar en Comunidad impropia. Estéticas posmodernas del lazo social de Esteban Dipaola (2013).