MCEVOY, Carmen, 2016, Chile en el Perú. La ocupación a través de sus documentos, 1881-1884, Lima, Fondo Editorial del Congreso del Perú. 855 pp.

«Hoy día los campanarios permanecen mudos, la soldadesca llena las calles, las plazas públicas; el eco solo repercute el sonido de las trompetas chilenas, y lo que más sorprende […] es la profusión de soldados y banderas chilenos; el estandarte de la estrella flamea por doquier: sobre los fuertes, sobre los edificios, sobre las casas particulares. Las tropas del vencedor acampan en todo sitio: en los cuarteles, en medio de las avenidas, en los monumentos […]. Un silencio lúgubre reina sobre la ciudad […] el silencio de las ciudades ocupadas por el enemigo» (p. 26). En este tono sombrío y conmovedor describió el teniente de navío francés Albert Davin la presencia chilena en Lima. Para Davin, no pasó desapercibida la arrogancia de los oficiales del ejército invasor, a quienes compara con los «conquistadores» españoles. Escribió que aquellos al caminar por las calles «arrastran sus sables por el empedrado; pisan con desdén el suelo conquistado, haciendo resonar sobre las baldosas las rodajas de sus espuelas y cada uno parece decir: ¡El Perú soy yo!» (Albert Davin, Cuando los chilenos tomaron Lima. Quito: Universidad Estatal de Bolívar, 1995, pp. 26-27). La percepción de Davin acerca del carácter de los militares chilenos es confirmada por el periodista y viajero alemán Hugo Zöller. Testigo de excepción de la ocupación militar de la capital peruana y El Callao, Zöller escribió que en estas dos poblaciones los chilenos introdujeron «un régimen excesivamente rígido, quizá hasta despótico y dictatorial, no pudiendo observarse ni la más ligera huella de aquella delicada consideración con que, de parte de los alemanes, luego de la guerra con Francia fueron tratadas las regiones ocupadas de ese país». Toda la administración –observó Zöller– había sido copada por ciudadanos chilenos (Estuardo Núñez, 4 viajeros alemanes al Perú. Lima: Universidad Nacional Mayor de San Marcos, 1969, p. 133).

En la historia de los países, pocos procesos resultan tan dramáticos como la ocupación militar y política de sus territorios por fuerzas invasoras. La ocupación de la costa y de algunas regiones del interior del Perú por militares y autoridades políticas chilenas entre 1879 y 1884 no fue la excepción. Los escritos de Davin, Zöller y otros viajeros extranjeros son testimonios de las dimensiones humanas de dicho proceso. Estos pueden ser tildados de impresionistas y acaso hasta de ficcionales, pero adquieren relieves de veracidad, de fuente histórica de primer orden, cuando son contrastados con otros escritos más prosaicos como, por ejemplo, los de carácter administrativo.

Este nuevo libro de Carmen McEvoy sobre la ocupación chilena del Perú ofrece un invalorable elenco de textos para entender cómo Chile hizo de la ocupación de nuestro territorio un ejercicio de administración cuyo principal, pero no único, objetivo fue la obtención de ingentes beneficios económicos. Se trata de una compilación de 419 textos, la mayoría de ellos generados por la administración chilena, pero también incluye cartas personales y escritos periodísticos, entre otros, procedentes de archivos históricos en Santiago de Chile. Para su mejor comprensión, han sido agrupados en cinco apartados: la logística de la ocupación, el ejército de la ocupación, la maquinaria ideológica, la correspondencia de Domingo Santa María, y las propuestas de la sociedad civil.

La autora, en su extensa y valiosa introducción, señala que la compilación busca historiar el proceso de ocupación, esto es, demostrar que fue «un sistema de expoliación económica y dominio político, con una maquinaria creada en Antofagasta que fue perfeccionándose hasta lograr su plenitud en Lima» (pp. 15). Ciertamente, la lectura de la documentación permite reconstruir las dimensiones sociales, políticas, militares, ideológicas y económicas de la ocupación chilena. Esta última ha sido tradicionalmente vista como un proceso de naturaleza eminentemente militar y leída en clave nacionalista. No se trata de lamentarnos sobre las desgracias que toda guerra y toda ocupación militar conllevan. Tampoco, parafraseando a Lucien Febvre, debemos erigirnos en los jueces suplentes del valle de Josafat a propósito de lo acontecido en la guerra de 1879. Por el contrario, como lo propuso el mismo autor, se trata de entender la naturaleza de los sucesos del pasado, en nuestro caso, de la ocupación, de lo que históricamente fue un proceso, o, mejor aún, como acertadamente lo califica McEvoy: una «maquinaria».

Para que dicha «maquinaria» funcionase, se requirió de un importante contingente humano que el Estado chileno no tuvo reparos en instalar en el Perú, como observó Zöller en su momento y demuestra la documentación publicada por la autora. Hubo entonces necesidad de tropas para combatir a los restos del ejército de línea y a las montoneras, de jueces que aplicaran justicia, de gendarmes para mantener el orden en las poblaciones, de empleados que administraran las aduanas portuarias, de ingenieros que supervisaran las obras de saneamiento urbano, de telegrafistas para manejar y, al mismo tiempo, controlar las comunicaciones, de «plumas rentadas» al servicio de la propaganda ideológica, de tipógrafos que operaran las imprentas y de sacerdotes para la cura de almas, entre muchos otros.

La «maquinaria» debía operar en beneficio del Estado chileno, pero –como la documentación revela– no tardó en generar conflictos entre los representantes de aquel y los participantes de la ocupación por el reparto del «botín». Lejos del control de sus autoridades chilenas, algunos oficiales sureños practicaron el vandalismo y el saqueo. La expedición del teniente coronel Ambrosio Letellier a la sierra central es muestra de ello. Las expectativas de ganancias fáciles y rápidas eran realmente tentadoras en un contexto de guerra en el que la autoridad se imponía por el temor a las armas y la práctica del terror.

También la documentación reunida en este volumen ilustra la difícil situación de la población civil sujeta a sostener el peso de la guerra. La imposición de cupos para el mantenimiento del ejército chileno significó una carga onerosa para el rico comerciante, el profesional o el humilde agricultor. En Paita, Trujillo, Chimbote, Casma, Lima, El Callao e Ica, a muchos no les quedó otro camino que aceptar los pagos en dinero o productos. Pero no siempre fue posible cumplir con tales demandas, como lo muestra la sentida petición de un agricultor de Huarmey a la autoridad chilena. Además de los chilenos, las montoneras y la administración de Piérola extorsionaron a la población con la excusa de castigarla por su supuesta colaboración con el enemigo o por mantener la resistencia armada contra el invasor. En suma, la sociedad civil se halló entre varios fuegos.

Este nuevo libro de Carmen McEvoy, además de ser una valiosa contribución al mejor entendimiento del proceso de ocupación de nuestro país por el ejército chileno, amplía notablemente el corpus documental disponible sobre la guerra de 1879. Y nos hace ver cuán importante es acudir a la documentación proveniente de archivos chilenos, a no temer su lectura, sino por el contrario a servirnos de ella para contrastarla con la generada por los protagonistas peruanos de aquella trágica aventura que fue la guerra de 1879.

Pedro M. Guibovich Pérez

Pontificia Universidad Católica del Perú, Lima

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