ZAVALA, Virginia y Michele BACK, editoras, 2017, Racismo y lenguaje, Lima, Fondo Editorial de la Pontificia Universidad Católica del Perú. 410 pp.

El racismo no es solo palabras: a lo largo de siglos ha cobrado las vidas de millones de personas, sacrificadas por el prejuicio, pero también por la indolencia y por la crueldad del miedo a lo diferente. Sin embargo, ya hemos aprendido que el racismo emplea una ficción: construye un personaje, el otro, y lo incorpora en una narrativa que se articula con los intereses de quien la crea y enuncia. Es decir, el racismo es un hecho discursivo; más aún, no necesita abandonar el discurso para ejercer su violencia discriminatoria. Decir es también una forma de actuar, de afectar la realidad: insultar, por ejemplo, no es simplemente usar ciertas palabras, sino también ejecutar una acción y conseguir un efecto muy real, i. e., la humillación del otro. Pero el insulto racista no es la única forma en que el racismo opera desde el discurso. El lenguaje no solo transmite información o emociones, sino también sirve para negociar nuestro lugar (y el lugar del otro) en el mundo y para articular el sistema simbólico que arropa de sentido la distribución de poder y recursos: quién merece qué y por qué.

Todos estos son hechos bien conocidos. No teníamos en el Perú, sin embargo y hasta ahora, un texto que le permitiera a un público amplio entrar en contacto con casos concretos que evidencian esta íntima conexión entre racismo y uso lingüístico. Ese vacío lo llena el estupendo volumen editado por Virginia Zavala (Pontificia Universidad Católica del Perú, PUCP) y Michele Back (Universidad de Connecticut), en el Fondo Editorial de la PUCP. El libro consta de diez estudios, complementados con una detallada introducción que los sitúa en las coordenadas más actualizadas del campo. Los autores los desarrollan en horizontes teóricos especialmente equipados para mostrar cómo el hablar es también una práctica social con la que «las personas desarrollan una diversidad de identificaciones inscritas siempre en relaciones de poder» (p. 21), con las cuales se construye la elusiva noción de raza.

En este volumen, se presentan casos peruanos extraídos de diversos ámbitos. A los tradicionales temas del discurso publicitario y el discurso político oficial, se añaden tópicos poco estudiados en el país, como el discurso de escolares, pasajeros de transporte público, empresarios jóvenes y usuarios de las redes sociales, así como la relación entre raza y género en el mundo andino. Todos forman un entramado analítico cuyas conclusiones empujan en la misma dirección: es en las nuevas (y viejas) prácticas discursivas de la sociedad peruana que el racismo ha encontrado un lugar cómodo, que ha resignificado piezas de discurso para mantener su función discriminatoria, ahora que la corrección política sirve para exculpar a sus usuarios de la acusación de racistas. Los autores llevan a cabo un detenido análisis para desmontar esta nueva forma de «habla racial» y mostrar que el racismo es, visto desde el lenguaje, esencialmente un repertorio de «recursos discursivos y retóricos que están disponibles en una sociedad donde se reproduce la desigualdad» (p. 32). Repasemos brevemente cada uno de ellos.

Un primer grupo de artículos examina la racialización de nuevas categorías y expresiones para reemplazar los viejos términos del discurso racista. Leonor Lamas somete a escrutinio el spot publicitario «Somos una raza distinta», de la Universidad César Vallejo, que se basa en la figura del emprendedor para atraer alumnos, y lo compara con otro, de la Universidad San Ignacio de Loyola, en donde se usa más bien la figura del empresario de éxito; su idea es que la oposición empresario/emprendedor reproduce las distinciones blanco/no-blanco, urbano/campesino y similares. Por su parte, Margarita Huayhua analiza las interacciones entre pasajeros y entre chofer y pasajeros en una combi en la ruta entre Cuzco y Uqhupata, la cual está principalmente destinada a maestros, pero es usada también por algunos comuneros; ella descubre que, en la interacción entre los dos grupos, los tradicionales términos racializados (cholo, mestizo, indio) han sido reemplazados por desobediente, maleducado, o ignorante. A su vez, Nathalie Koc-Menard les sigue la pista a las fluctuaciones de la denominación marginal en Chapi (Ayacucho), una comunidad duramente afectada por la violencia política, cuyos habitantes, expuestos al racismo en la ciudad, se apropian de esta denominación para reclamar frente al Estado por sus carencias, pero que por ese mismo acto terminan aceptando la racialización implícita en el término.

Un segundo grupo de artículos explora, mediante entrevistas, cómo se construyen las ideologías racializadoras que sirven de soporte a la discriminación. Ylse Mesía estudia este proceso en diálogos con escolares de un colegio estatal y de uno privado; y descubre que los del colegio privado conciben «hablar bien» como un privilegio de cuna, que resulta de pasar por «un buen colegio» y no algo que se pueda adquirir después (lo que pone en evidencia una maniobra racializadora), mientras que para los estudiantes del colegio estatal eso es todavía posible más tarde en la vida. A su vez, Víctor Vich y Virginia Zavala identifican, entrevistando a jóvenes empresarios de la clase alta limeña, cómo es que estos justifican la desigualdad (y la consiguiente condición de privilegio que ostentan) resaltando diferencias educativas y culturales como estrategia para jerarquizar racialmente a la población y conceptualizando la acumulación económica como una inevitable consecuencia del mercado.

Un tercer grupo rastrea las redes sociales y halla evidencia de lenguaje racial. Roberto Brañez analiza la categoría «amixer», surgida en los intercambios en ciertos portales, descubriendo que, tras la apariencia de identificar diferencias ortográficas, se revela una compleja estratificación de los interlocutores, con criterios fundamentalmente raciales a partir de varias estrategias minidiscursivas. Por su parte, Michele Back estudia las reacciones en Twitter al uso del quechua por parte de Keiko Fujimori y Claudio Pizarro: mientras la primera fue recibida con múltiples críticas (debido a su origen japonés), el segundo obtuvo muchos elogios; la autora concluye que esto muestra que se piensa que el quechua es una lengua «solo para indígenas», lo cual revela un esencialismo racial. A su vez, Isabel Wong examina la construcción del «ppkausa» en la discusión en una página de Facebook que supuestamente combate prácticas racistas, mostrando que los administradores, vía racismo inverso, crean un sujeto racializado a partir del color de la piel («blankitos»), la educación y la clase social, lo cual evidencia el fértil espacio que las interacciones online proporcionan para el surgimiento de subjetividades racializadas.

Finalmente, un cuarto grupo explora la compleja relación entre racismo y género. Florence E. Babb presenta una panorámica de las discusiones sobre estos temas, examinadas a partir del llamado «giro descolonial», y encuentra que incluir una perspectiva de género puede contribuir no solo a entender mejor cómo se entrelazan las diferentes formas de desigualdad, sino efectivamente a aportar alivio a las injusticias que de ella derivan. Eunice Cortez, por su parte, explora la imagen de Magaly Solier (actriz andina, migrante, con proyección internacional) tal como aparece en diferentes entrevistas y comentarios en prensa escrita y televisión; y descubre que, a pesar del racismo y la misoginia que sus detractores emplean contra ella, Solier ha logrado posicionarse como un modelo de mujer andina, moderna y global, que emplea el español y el quechua para apuntalar sus varias identidades.

La variedad y seriedad de los análisis posicionan este libro como un punto de entrada obligatorio a la realidad del racismo peruano y su presencia en el discurso. Son también testimonio de la fructífera labor investigadora de la profesora Zavala, cuyos alumnos escriben un buen número de los artículos.

Miguel Rodríguez Mondoñedo

Pontificia Universidad Católica del Perú, Lima

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