ALEJANDRA LAURA SALOMÓN
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, Conicet; Centro de Estudios de la Argentina Rural, CEAR, Bernal, Argentina
CELESTE DE MARCO
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, Conicet; Centro de Estudios de la Argentina Rural, CEAR, Bernal, Argentina
Resumen. El trabajo explora las representaciones del bienestar rural desde un punto de vista histórico, centrándose en la perspectiva de los primeros residentes de la colonia agrícola 17 de Octubre, conocida luego como La Capilla (Florencio Varela, Buenos Aires), fundada en 1951 y situada en un espacio transicional entre el campo y la ciudad. Memorias infantiles y fotografías familiares abonan la hipótesis de que las condiciones materiales de precariedad no siempre son asumidas como tales. Se confirma así la necesidad de contemplar la dimensión subjetiva del bienestar, interceptada por valores y aspiraciones anclados en coordenadas témporo-espaciales.
Palabras clave: vida rural; niños; familias rurales; desarrollo rural; fotografía documental; Argentina.
Voices and views on rural children. A proposal for new approaches (Argentina, mid-20th century)
Abtract. The present work explores rural well-being from a historical point of view, with reference to the case of the agricultural colony of 17 de Octubre, later known as La Capilla (Florencio Varela, Buenos Aires), founded in 1951 and located in a transitional space between the countryside and the city. Personal memories and family photographs support the hypothesis that precarious living conditions are not always assumed to be such. This confirms the need to take into account subjective dimensions of well-being, intercepted by values and aspirations with time and space coordinates.
Keywords: country life; children; rural families; rural development; doc-umentary photography; Argentina.
Introducción
Los datos censales y estadísticos indican que la desigualdad, la pobreza y la marginalidad han sido rasgos inherentes al devenir histórico argentino. Dentro de los indicadores, se asume que –al menos de manera implícita– el nivel de ingresos, el acceso a servicios y la posesión de bienes constituyen medios para el logro del fin último: el bienestar. No obstante, dado que los indicadores objetivos ocultan matices y heterogeneidades, por sí solos no contemplan las diferentes facetas involucradas en el nivel de vida de las personas.
Desde el enfoque del desarrollo humano, Sen (1996) ha brindado un aporte significativo al tema, al abonar una definición no utilitarista del bienestar centrada en las capacidades y potencialidades humanas. Su definición de pobreza abarca un concepto de calidad de vida que excede a los ingresos y destaca la importancia del estudio de las condiciones sociopolíticas y culturales para superar la inequidad. Además, la suposición de una vinculación, para todo tiempo y lugar, entre determinados factores objetivos y bienestar no ha sido comprobada empíricamente, ya que los criterios no pueden ser aplicados de manera uniforme. Por eso, y para complementar los enfoques cuantitativos, resultan interesantes las líneas de investigación que, desde múltiples disciplinas, ponderan el bienestar subjetivo (entre otros, Di Tella, MacCulloch R., & Oswald, 2001; Frey & Stutzer, 2001; Rojas, 2011). Con un gran respaldo teórico y sustento metodológico, se ha propuesto un nuevo criterio de medición del bienestar: la felicidad o satisfacción de vida, con base en lo declarado por la persona a partir de preguntas directas (Van Praag & Ferrer-i-Carbonell, 2008).
El bienestar subjetivo constituye un enfoque útil para entender la importancia relativa de cada uno de los factores que conducen a la satisfacción de vida, lo cual enriquece sustancialmente el estudio de un asunto que, durante décadas, estuvo dominado por las tradiciones de imputación y de presunción (Rojas, 2011, pp. 65-67)1. A diferencia de estas, el enfoque subjetivo del bienestar destaca el papel de las percepciones y la heterogeneidad de propósitos de vida, a la vez que descarta la equiparación del bienestar a la renta y la riqueza. Una de sus premisas es que los deseos y su satisfacción se construyen en tanto posibilidades en función de las opciones disponibles, así como de la evaluación que hacen las personas de ellos, por lo cual el entorno resulta sumamente influyente. Por este motivo, debe ubicarse la medición del bienestar dentro de coordenadas témporo-espaciales precisas. En este sentido, así como las valoraciones del siglo XXI no se corresponden con las del anterior, tampoco debe homologarse el contexto urbano al rural. Aún más, como plantea Williams, el campo y la ciudad son realidades históricas variables, existiendo además muchos tipos de organizaciones intermedias (2001).
Con base en este marco conceptual, el presente trabajo pretende ser un modesto aporte en un área de estudio que ha recibido escasa atención, en gran parte por ausencia de documentos escritos: el bienestar rural desde el punto de vista histórico y centrado en la perspectiva de los sujetos involucrados. ¿Cuáles eran los factores relevantes para el bienestar en el campo a mediados del siglo XX?, y ¿cuál era su importancia relativa? Una de las originalidades de la propuesta reside en tomar a los niños como protagonistas, dado que constituyen los grandes marginados de la narrativa histórica, y mucho más si habitaron en el campo. La otra anida en pensar lo social a partir de la recuperación de dos fuentes alternativas a las tradicionales: la memoria y las fotografías.
Tomar la memoria como fuente de estudio implica considerarla como un acto de representación selectiva del pasado, pero, sobre todo, como un acto social nutrido de lecturas subjetivas y narraciones personales superpuestas con relatos coexistentes (Todorov, 2000; Halbwachs, 1995; Augé, 1998). Resulta asimismo una memoria emergente de la dinámica familiar que, con base en la interacción permanente entre supresión y conservación, expresa una dimensión intersubjetiva, normativa y limitada. Por eso, es conveniente recordar que, como advierte Sosenski, no es lo mismo la recuperación histórica de las voces que el acceso a la memoria adulta sobre la niñez (2016). En este último caso, aunque sin control objetivo, algo nuevo es creado en el presente en el que se produce el relato (Jones, 2003, p. 27; Dasmasio, 1999, p. 226).
Cuando la memoria es atravesada por una heterogeneidad de expectativas, por el sentido de pertenencia y diversidad de experiencias, sucede que el sustrato mayoritariamente general y universalizante de lo que se entiende por bienestar empieza a corroerse. En esta dirección, las entrevistas que indagan las historias personales ofrecen la posibilidad de cuestionar y someter a validación generalizaciones sobre las condiciones de vida que se fundamentan en el conocimiento de un segmento social reducido, por lo general anclado en centros urbanos. La riqueza que detentan nos ha inspirado a analizar la evaluación que adultos mayores hacen de su calidad de vida durante la niñez, en torno de vivencias, aspiraciones, percepciones, logros y fracasos referidos al trabajo, la educación, la recreación, los lazos afectivos, la vida comunitaria, la salud, la vivienda y la conexión con la ciudad. Para complementar dichos esquemas de apreciación, recurrimos a la interpretación de fotografías, con base en el supuesto de que, aún desde la visión particular de quienes las toman, estas contribuyen a revelar el tejido simbólico de su época (Bourdieu, 2003, p. 44). Las fotos, como documentos de la historia social, ayudan a construir una «historia desde abajo» centrada en la vida cotidiana y en las experiencias de la gente sencilla (Burke, 2005, p. 15).
En suma, nos interesa recuperar las representaciones sobre las condiciones de vida de los niños rurales a través de testimonios de adultos mayores y de fotografías. El estudio de caso se basará en un entorno rural próximo a la ciudad, puntualmente, en la colonia 17 de octubre, llamada luego La Capilla (Florencio Varela, localidad del periurbano de la Provincia de Buenos Aires), a mediados del siglo XX. Por entonces, en el imaginario gubernamental prevalecía la preocupación por el éxodo rural y una estigmatización de la vida rural, la cual, aunque sana y moralizante, era caratulada también como rústica y precaria en oposición a la más confortable y seductora vida urbana. Por eso, los espacios de transición entre el campo y la ciudad fueron vistos como una alternativa viable y atractiva, ya que el acceso a los bienes y servicios urbanos contribuiría a la radicación de las familias y a su bienestar.
Nuestra hipótesis es que, en el recuerdo, dicha precariedad no siempre es asumida como tal, sino que se intersecta con valores familiares, memorias y expectativas que la dotan de diversos sentidos. Lo ilustran las representaciones sobre las vivencias cotidianas de la niñez rural ofrecidas por la memoria y las fotografías. Para fundamentar tal conjetura, el trabajo comienza con una breve y general caracterización sobre las miradas gubernamentales y las condiciones de vida rurales en la región pampeana promediando el siglo XX, para luego presentar el caso de la colonia antes mencionada. Posteriormente, reflexionamos sobre aspectos que creemos nodales acerca de la memoria familiar y los recuerdos de infancia como particular fuente de estudio, lo que funcionará como una base para presentar hallazgos sugerentes. Se han ensayado diversas entradas al asunto, que no pretendían agotarlo ni convertirlo en un caso representativo, sino más bien destacar puntos sugerentes que complejizarían las conceptualizaciones sobre el bienestar.
Caracterización de la vida rural pampeana y miradas gubernamentales sobre el campo a mediados del siglo XX
Ya desde comienzos del siglo XX, la expansión material, el incremento de la producción y la comercialización de los productos de la tierra no se volcaron automáticamente al mejoramiento de las condiciones de vida de la población rural (ver, entre otros, Moreyra & Remedi, 2005; Di Liscia, 2007; Gutiérrez, 2015). Los niveles de analfabetismo, las dificultades para acceder a prestaciones médicas, la desprotección de la infancia, las condiciones de inseguridad en los campos, la falta de electricidad y la precariedad de las comunicaciones se habrían prolongado durante décadas. En general, la cotidianidad de los habitantes estaba signada por la vivienda pequeña, precaria y escasamente higiénica; el hacinamiento; extenuantes jornadas laborales y un tipo de alimentación que progresivamente iba variando e incorporando nutrientes, en virtud del aliento oficial a un mercado interno más dinámico (De Arce & Gutiérrez, 2014). Frente a tales circunstancias, las redes informales de solidaridad basadas en la reciprocidad vehiculizaban la ayuda hacia quienes no podían solventar la construcción de su casa o el traslado hacia la ciudad, por ejemplo. Además, en los pueblos cabe destacar el activismo de la sociedad civil en la articulación de diferentes respuestas a los problemas sociales a través de cooperativas, organizaciones de beneficencia, cooperadoras escolares y agrupaciones de diferente tipo.
Esta mirada sobre la cotidianeidad de los espacios rurales exhibe, por un lado, el costo social del crecimiento económico y, por otro, la débil penetración material e institucional del Estado, a pesar de que las deficiencias no escapaban a la percepción de los contemporáneos. En sus pronunciamientos y planes, el ícono de la «democratización del bienestar», Juan D. Perón, instaba por un estándar de vida rural digno como un estímulo para materializar el proyecto de la «Nueva Argentina». En este sentido, su Gobierno, con una impronta utilitarista –destinada a la generación de insumos y divisas para potenciar la industria–, apuntó a aumentar y diversificar la producción agropecuaria y a garantizar una mayor estabilidad a la población rural, más proclive a la emigración hacia los centros urbanos.
Por entonces, en el discurso estatal el problema de la «justicia social» en el mundo rural se traducía en tierra y trabajo, por lo que las políticas públicas se dirigieron principalmente a esa doble dirección. Por un lado, las regulaciones laborales fijaron condiciones humanitarias de trabajo (por ejemplo, a través del «Estatuto del peón») y previeron además la creación de tribunales laborales. Por otro, con el foco puesto en la distribución de la propiedad rural, la intervención estatal se materializó en leyes de arrendamiento, expropiación, colonización y crédito. Eslogans como «La tierra para quien la trabaja» y «La tierra no debe ser un bien de renta sino de producción» adquirieron particular impulso en una prédica que presentaba al latifundio como emblema del poder de la oligarquía terrateniente. En oposición a este, la tierra en manos de los «auténticos productores» era asociada a la prosperidad del país y la radicación estable de las familias. Aunque la radicalidad discursiva inicial dio paso a una política más moderada, difundió expectativas y temores. Fuera de la tierra y el trabajo, las políticas públicas orientadas al bienestar rural no se destacan por su sistematicidad, especificidad y efectividad. Al igual que en la etapa precedente, ellas dependieron más de los incentivos producidos por las estructuras agrarias (capacitación técnica, aumentos salariales) y las estrategias de actores locales (asociaciones civiles, municipios), que de proyectos, medidas y sujetos emanados de los centros de poder estatales (Salomón & Ortiz Bergia, 2017).
Este escenario se vio parcialmente transformado en los años subsiguientes. En 1955, tras el derrocamiento del presidente Juan D. Perón y bajo la influencia del desarrollismo, los sucesivos Gobiernos –civiles y militares–, aunque con matices y énfasis diversos, vertebraron sus proyectos ya no con la idea de «justicia social», sino de «desarrollo económico», entendido este como una condición necesaria y suficiente para combatir la pobreza. A su vez, la concepción imperante sobre esta se acercaba más a la caridad o la beneficencia que a un plan integral2, pese a que las políticas sociales no fueron abrupta y completamente desarticuladas. Incluso, respecto al ámbito rural, por estos años se incursionó en el campo de lo social con una serie de medidas favorables a los trabajadores, tales como el aumento de la retribución básica y la ampliación de la cobertura previsional. Iniciativas asociadas a vialidad, electrificación, agua potable y saneamiento rural, junto a otros tantos proyectos que no lograron ser implementados, exhibían interés por beneficiar a los productores rurales, en especial a los grandes. Si bien fue evidente la recomposición de incentivos al agro, la política redistributiva de tierras fue perdiendo apoyo, financiamientos e impulso.
Cabe destacar que, aunque el Estado planificador se arrogaba un papel clave para el desarrollo de las acciones tendientes al bienestar, consideraba ineludible la participación coordinada de distintos organismos y niveles gubernamentales (provincias, municipios, INTA, etc.), así como de organizaciones de la sociedad civil. En suma, la vulneración de derechos civiles y políticos a partir de 1955 no implicó necesariamente un retroceso vertiginoso de los derechos sociales adquiridos. De todos modos, el incremento de la brecha social, el nuevo panorama económico –signado por la inflación, la mayor concentración y el viraje en el modelo– y el clima contestatario impusieron nuevos desafíos al Estado. Algunas referencias al escaso confort existente en las viviendas rurales argentinas pueden observarse en el censo de 1960. Allí se exhibe que la mitad de la población rural vivía en ambientes carentes de elementales condiciones de higiene: viviendas de barro, piso de tierra y escasa ventilación. A esto deben sumarse otras deficiencias sanitarias, como el acceso al agua potable, a retrete y, en mayor medida, al servicio eléctrico. Esta escueta radiografía de las condiciones de vivienda del sector rural verifica la inequidad social entre los espacios urbanos y rurales existente a mediados del siglo XX (Cerdá & Salomón, 2017).
En el cuadro esbozado, con avances y retrocesos que giraban al compás de los dramáticos virajes en la escena política argentina, promediando el siglo XX se afianzó la voluntad de poner en práctica políticas colonizadoras a través de iniciativas tendientes al arraigo familiar y al incremento de la producción rural. Dichas políticas funcionaron como eje articulador de otras colaterales, al contemplar aspectos sociales antes desatendidos, tales como la asistencia técnica, económica y social a los colonos, el cooperativismo, la modernización de los medios de producción y la capacitación agropecuaria. Dentro de un gran abanico, algunas colonias fueron fundadas en áreas rurales actualmente denominadas periurbanas, es decir, próximas a las ciudades. En el imaginario de la época, se pensaba que dicha cercanía reduciría los precios de alimentos de primera necesidad, revertiría la concentración citadina, facilitaría el contacto afectivo y el consumo urbano de los colonos y reproduciría la vida rural tan idealizada.
Un caso que permite ilustrar los aspectos antes referidos es el de la colonia agrícola 17 de octubre, luego de 1955 conocida como La Capilla. Fundada en 1951 en la zona rural de Florencio Varela, llegó a convertirse en un emblema para la localidad, carácter que fue desvaneciéndose posteriormente, hacia la década de 1970. Allí se instalaron productores de diversas nacionalidades (japoneses, italianos, portugueses, alemanes, holandeses, ucranianos, rusos, entre otros) que conformaron con gran esfuerzo explotaciones primario-intensivas orientadas hacia la horticultura y, en menor medida, hacia la floricultura y el tambo (De Marco, 2012, 2017). Su ubicación era estratégica, ya que se encontraba a 15 kilómetros de la ciudad cabecera del partido, a 30 de la Capital Federal y a 45 de la ciudad de La Plata, ámbitos fundamentales para la colocación de las producciones. Estos aspectos invitan a indagar cómo era la vida en la colonia y cómo la diversidad de experiencias y de modos de sociabilizar se combinó con cierta precariedad en las condiciones materiales de vida, aspectos sobre los cuales la memoria y la fotografía asumen un papel fundamental en cuanto a las posibilidades de innovar en el plano del conocimiento histórico.
Familias e infancia rural: la memoria como fuente
El abordaje de los sujetos rurales, especialmente de las familias y los niños, siempre ha sido un desafío. La dificultad que implica el subregistro y el acceso a fuentes apropiadas para reconstruir sus condiciones de vida, experiencias y perspectivas ha resultado particularmente desalentadora. En este sentido, nos interesa abonar la discusión desde una propuesta alternativa, que pondera los testimonios orales para recuperar velados aspectos de la vida familiar rural pasada, particularmente la experiencia de grupos infantiles. Se propone esto último por dos razones, por la participación objetiva de los niños –aunque desapercibida– en el entramado social y productivo rural y por ser ellos los reservorios vivientes de aquella experiencia en la actualidad, siendo hoy adultos que exponen sus memorias en relatos.
Nos proponemos, entonces, analizar un corpus de testimonios para reconstruir el modo en que se interpreta y da sentido a la cotidianeidad familiar e infantil en entornos rurales, cotidianeidad asociada a la noción de bienestar. Ahora resignificados, estos recuerdos nos hablan de ese pasado infantil tanto como de la elaboración actual del mismo. Es de notar que las memorias de infancia no son solamente producciones individuales y subjetivas, sino que son elaboradas bajo la influencia de las trayectorias y experiencias del núcleo familiar, que fue labrando relatos y memorias familiares en cada tramo de su recorrido.
Como señalamos antes, los estudios de memoria pueden aportar miradas de gran escala, pero, como apunta Erll, la memoria es un recurso que también puede reenfocarse a través de los lentes que proveen los recuerdos familiares desde una perspectiva microanalítica, a partir de la cual se percibe mejor al sujeto y la familia (2011, p. 303). En este sentido, la memoria familiar oficia como un hilo conductor en la trama intergeneracional, que socializa al individuo que la porta, consolidando un «nosotros» presente y restituyéndolo en el pasado (Muxel 1999, pp. 13-15). Representa también un modo de obtener lecciones de la experiencia familiar, de llevar una mirada distanciada sobre el pasado, las circunstancias y los personajes. Por eso, no es una mera repetición, sino un permanente circuito de negociaciones y renegociaciones, un punto de comparación para evaluar la actualidad, la cual detenta, a su vez, anclajes espaciales, es decir, lugares donde se cristaliza el tiempo de la propia infancia (Muxel, 1999, pp. 19-40). Por tales motivos, la memoria familiar pone en escena los recuerdos de la propia niñez y la vida en familia, donde la filiación se da por revivir la propia existencia3.
Es interesante notar que la producción de memorias familiares se encuentra, con frecuencia, condicionada por el contexto local. Así, la homogeneidad cultural que hunde sus raíces en generaciones forja rasgos simbólicos compartidos por los miembros de una comunidad. Por ende, los sujetos cuentan con un corpus de historias, cuentos y saberes que forman parte de una cultura y una memoria de esa cultura (Segalen, 2009, p. 173). Si bien el caso de la colonia que ilustra nuestra propuesta fue un emprendimiento creado ad hoc para la llegada de familias rurales –y en ese sentido, no había un bagaje preexistente de memorias–, lo cierto es que generó condiciones sociales, productivas y económicas relativamente similares, en las que anclaron las memorias familiares. Esta homogeneidad también se fundamentaba en las trayectorias migrantes, en las que la diversidad operó como denominador común para compartir experiencias asociadas a desplazamientos, escisiones familiares, generaciones pasadas dejadas en otras tierras, nuevos comienzos y adaptaciones. En los inicios de la colonia, la ruptura en los relatos intrafamiliares y las dificultades en torno a la resignificación de vastos pasados en una identidad local derivaron en el hecho de que la vivencia compartida fuera un rasgo fundamental replicado en los recuerdos.
Recuerdos de familia e infancia. Una aproximación a la vida rural desde los testimonios
En la colonia La Capilla, dentro de un cuadro variopinto de orígenes étnicos y trayectorias, los niños eran numerosos. Por un lado, estaban los que provenían de entornos rurales porque sus familias habían trabajado la tierra en otras zonas de Florencio Varela, en otros partidos del conurbano, en otras provincias argentinas e, incluso, en otros países; pero también había pequeños cuyas familias experimentaban por primera vez un acercamiento a las faenas del campo. Acostumbrados a la vida urbana, vivieron la adaptación con mayor dificultad y, frecuentemente, quedaron excluidos de las estrategias laborales y productivas de la familia.
Resulta importante clasificar los testimonios que trabajamos de acuerdo con el origen y el trasfondo rural o urbano de las familias. De este modo, dentro de la categoría de extranjeros rurales hay tres mujeres y un varón; luego, entre los argentinos rurales, se cuentan cinco mujeres y cuatro varones; por último, solo dos mujeres representan el grupo de argentinos urbanos. De este modo, se evidencia el predominio de mujeres, lo cual obedece a la mayor accesibilidad a sus voces que brindan tanto sus ocupaciones actuales (en general los varones supervisan los campos durante el día) como su disposición a narrar sus vivencias. Al mismo tiempo, la muestra exhibe la prevalencia de familias con previa experiencia rural y la influencia inmigratoria, pues muchos entrevistados son hijos de inmigrantes transoceánicos, especialmente de Italia y Japón. Estos niños, al escolarizarse en Argentina y dominar el idioma castellano, tendieron un «puente» entre la generación anterior y los nativos, afianzando la cultura argentina en pequeños detalles de la vida doméstica. Pero la raíz migrante, presente en la memoria familiar, se muestra en sus propios recuerdos. Estos aspectos son importantes para distinguir experiencias y caracterizar memorias divergentes sobre recorridos en apariencia muy similares4.
Las entrevistas se perfilaron semiestructuradas, con preguntas de carácter abierto, a hombres y mujeres de diversos orígenes, que oscilan entre los 60 y 70 años (es decir, siendo niños de entre 5 y 13 años5 protagonizaron las adjudicaciones de lotes en la colonia, lo que ocurrió entre 1951 y 1955). Estos criterios, que por cierto no logran agotar el universo de análisis, permitieron obtener una singular riqueza en los testimonios, los que versaron en torno de ciertos ejes temáticos principales: el trabajo, la escuela, la vida social, la vivienda, la salud y la conexión con la ciudad.
Son numerosas las referencias a las labores rurales, pues la intensa disciplina laboral que exigía el mantenimiento de los lotes requería el trabajo familiar, incluyendo a mujeres y niños. Por ejemplo, Feliciana N. afirma que cuando trabajaban sus padres, ella, siendo pequeña, «les ayudaba un poco, cuidaba a mis hermanos… trabajé muchos años ahí. En las vacaciones les ayudaba a sacar yuyo, cortar las flores para mandar al mercado, hacer los paquetes». Por su parte, Silvia D. relata que, mientras clasificaba tomates, cantaba para pasar el rato.
Al definir sus roles, los entrevistados a veces usan indistintamente expresiones como «colaboración», «ayuda» y «trabajo», lo cual revela cierta naturalización de las tareas6. De modo análogo, Carlos N. plantea que «no era una obligación, sino que era la voluntad de las familias y de los chicos mismos, crecimos con esa mente». En cambio, otros asumen que se trataba de un deber o una necesidad impuesta por las circunstancias: «No era cómo ayudaba yo, sino cómo me ayudaban a mí, yo hacía todas las tareas: trabajando con los caballos, preparando la tierra y el cultivo de los gladiolos» (Carlos N.). En el mismo sentido, Antonia S. recapitula su llegada a la colonia (a los 13 años) en términos severos: «Me morí trabajando en La Capilla».
Lo cierto es que, de acuerdo con las edades y capacidades físicas, los niños participaban en la cosecha, el riego, la alimentación de los animales, la clasificación y el encajonamiento de la verdura, entre otras tareas. Pero, mientras que algunos rememoran su contribución con crudeza, como una imposición que les dejó secuelas físicas que padecen en el presente, otros idealizan aquellos años y afirman que, lejos de ser una pesada carga, los niños participaban gustosos. El recuerdo individual se imbrica con una memoria familiar también teñida por valoraciones socialmente difundidas sobre la vida rural.
La distinción por género con relación a la labor infantil permanece en la memoria. «Las chicas ayudaban a mamita, y a veces nos ayudaban a nosotros según la tarea que había. Cuando había mucho tomate, clasificar el tomate era un trabajo de mujeres, clasificarlo, no embalarlo, no hacer» (Martín G.). Estas valoraciones confluyen con las representaciones sociales sobre el rol femenino respecto al cuidado del hogar, la maternidad y las tareas de baja intensidad. Pero también algunas entrevistadas consideran su desempeño análogo al de los varones, lo cual subvertía los roles tradicionalmente asignados. Por ejemplo, María C., que llegó a la colonia cuando tenía 13 años, afirma:
Éramos cuatro hermanas y un varón que era casado, después le dieron el lote a él. Mis hermanas habían estudiado un poco de corte y confección, pero igualmente trabajaban en la quinta. Una iba a regar, la otra iba a juntar las chauchas, el tomate, lo que había. Lo que había que hacer. Nosotras hacíamos lo mismo que un hijo varón. Descalzas, con el barro hasta acá, metida adentro de la zanja (María C.).
La calidad y cantidad de tareas infantiles no eran distinguidas taxativamente por género, aunque había algunas estimadas más adecuadas para las niñas (especialmente al emular el rol de la figura femenino-materna). Incluso, prevalecía más bien una diferenciación acorde a la edad: hasta los diez años, aproximadamente, los quehaceres de los niños y niñas demandaban menor desgaste físico. Tampoco se puede avalar la correspondencia entre el origen de la familia (nativo o extranjero) y la mayor o menor utilización de trabajo, aunque sí pareciera que las de procedencia urbana no eran tan proclives a incluir a los niños en las producciones, recargando el trabajo en los adultos (María B.).
El trabajo y la escolarización fueron dos esferas superpuestas en la vida infantil. La escuela primaria Nº 4 Florencio Varela comenzó a funcionar a los pocos meses de instalada la colonia, como resultado de la afluencia de familias con niños en edad escolar. Pero el deterioro de una edificación no pensada para tal fin hizo que, hacia 1956, fuera necesario construir un nuevo edificio. Los recuerdos escolares permean los relatos de modo constante: «Fue la alegría más grande que tuve yo en la Argentina» (Atilio S.). Suele recuperarse el hecho de que durante aquellos primeros tiempos la población escolar fue organizada en un curso que convivía en un único salón, donde el pizarrón era dividido en dos para verter contenidos en dos niveles diferenciados. La humildad de recursos constituye una cuestión revisitada, pero siempre acompañada con alusiones a prácticas solidarias que empañaban las carencias. Asimismo, es destacada la coexistencia de la diversidad étnica y la integración de todos los alumnos.
Que la escuela antecedía al trabajo en el orden de las prioridades familiares, es una referencia repetida con frecuencia, en hombres y mujeres: «A la mañana yo desayunaba, iba a la escuela, lo primero de lo primero era la escuela, antes que todo. Después volvía y hacía los deberes y después recién ayudaba a los demás» (Mafalda D.). «Íbamos temprano a la escuela, porque la escuela era lo más importante de todo, cuando llegábamos almorzábamos y ya papá nos asignaba tareas» (Martín G.). Sin embargo, ciertos recuerdos escenifican que el trabajo infantil insumía mucho tiempo y que forzaba a la ausencia escolar en determinadas épocas del año. En los relatos, la primacía de la escuela por sobre la labor rural cotidiana transluce la realidad de algunos hogares. Pero también puede interpretarse como una valoración posterior por parte de los entrevistados, una forma de adecuar el pasado al consenso general actual sobre la importancia de la escolarización y los discursos punitivos referidos al trabajo infantil.
Resulta interesante constatar que los relatos no solo revelan una participación productiva relevante por parte de los niños, sino también su capacidad de elaborar estrategias para sortear las cargas laborales y acceder a espacios de recreación y de juego, incluso dentro de la escuela, la cual era vista como algo más que un espacio de escolarización obligatoria. Lo atestiguan recuerdos como los siguientes:
Por ahí había picnic en la escuela, pero nos decían en casa «no, hay que trabajar». Nosotros nos avivamos que si la maestra venía a pedirlo no nos decían que no, entonces la pobre maestra tenía que venir hasta la casa (Mafalda D.).
Fueron los años más lindos, tenía el campo ahí, el recreo era todos juntos. En esa época eran bastante japoneses que iban, estaban Fuji, Hija, Sakaida, Nagai, nosotros, Arakaki, Miashiro. Éramos bastantes compañeros japoneses (Carlos N.).
A la mañana iba a la escuela, en bicicleta, a caballo. Mis papás estaban de acuerdo en que yo fuera. La escuela, los recuerdos son buenísimos, la relación era buena con mis compañeros (Olga M.).
Prevalecen en la memoria el aprecio a las maestras y la concepción de que la educación constituía un canal de movilidad social, aunque no pudiera ser extendida más allá del nivel básico por la temprana edad de ingreso al mundo laboral o las adversidades familiares. La idealización de la etapa escolar contrasta con algunas complicaciones asociadas al transporte, las instalaciones y la diversidad cultural. Había quienes debían caminar cuatro o cinco kilómetros para llegar a la escuela, en tanto otros asistían en sulky o a caballo, pero en todos los casos eran directamente afectados por las contingencias climáticas. El acceso a la escolarización, más allá de las valoraciones personales, se entiende como un indicador de bienestar. Sin embargo, podría considerarse que tal valoración extremadamente positiva por parte de los entrevistados se trata, al mismo tiempo, de una construcción ex post que convierte a la escuela en un refugio idealizado (en el recuerdo) frente a la dureza de las condiciones de vida que el trabajo imponía a los menores.
En suma, la memoria infantil referida a la escuela presenta rasgos comunes con el relato general de la colonia como espacio multiétnico, agreste, hasta cierto punto abandonado por el Estado, que pudo subsanar los problemas y las carencias gracias al esfuerzo mancomunado de los vecinos. Y, una vez más, la memoria infantil se intersecta con los permanentemente reseñados discursos paternos y maternos.
La sociabilidad en la colonia era nodal, pues era lo que enmarcaba la vida familiar y le daba estructura. En ese sentido, a poco de inaugurarse, los productores aunaron esfuerzos para fundar una cooperativa de abastecimiento con sede social, el Ateneo, donde regularmente se reunían a compartir bailes, kermeses, asados y otras ocasiones festivas. En este marco, los niños eran integrados dinámicamente, participando en diversos espacios. Al mismo tiempo, los hijos de asiáticos contaban con un espacio propio, la escuela de idioma japonés, que dependía de la Asociación Japonesa de La Capilla. No caben dudas de que los miembros más pequeños de las colonias tenían una alta participación en estos espacios, a los que aluden numerosas memorias al respecto. Tal vez las referencias más agradables de aquellos años vividos en compañía con pares matizaban los rasgos más duros de la vida rural (De Marco, 2017).
Como la vida en la colonia estaba pautada por los tiempos de la horticultura, en especial durante la cosecha, los horarios de trabajo imponían la rutina a todos los miembros de la familia. Los niños, por ejemplo, solían hacer sus deberes en la noche utilizando un farol y festejar su cumpleaños, cuando esto ocurría –«¿Vos te acordás de que te festejaran un cumpleaños, con la tortita, la vela y eso? A mí no, nunca» (María C.)–, en alguna fecha que no interrumpiera las labores cotidianas. De igual modo, la centralidad de la vida productiva modelaba las ambiciones de los padres, las que –transmitidas a los hijos– discurrían prioritariamente por la compra de un tractor o un camión, antes que por el acceso a bienes de consumo.
Las descripciones que los entrevistados han hecho de las condiciones materiales pintan un panorama –aunque heterogéneo– no precisamente teñido de confort. En un comienzo, la mayor parte de las viviendas eran pequeñas e improvisadas; otras, aunque más grandes y cómodas, no dejaban de ser también humildes y modestas.
Y cuando nos enteramos [que les entregaban el lote], mis hermanos apurados compraron ladrillos. Después se compraron un acopladito con frigorífico y dormíamos ahí. Y mi hermano antes de construir la casa, apiló los ladrillos y les puso la chapa y entrábamos. Se hizo la perforación para el agua y después, de a poquito, se fue construyendo para vivir. Fueron años de gran bendición (Carlos N.).
Si bien con el paso del tiempo se generalizó la construcción de ladrillo y cemento y las condiciones higiénicas de las casas habrían sido un denominador común (un aspecto, además, que era exigido por el ente colonizador), se carecía de servicios que existían en la ciudad. Como muestra de ello, cabe señalar que no existió provisión de electricidad hasta mediados de los años 1960, lo cual pautó en un principio los más elementales detalles de la vida doméstica y productiva. Por ejemplo, no se poseía heladera, ni cocina a gas, ni televisión y todas las tareas de la quinta eran realizadas manualmente.
La alimentación de las familias, sobre todo en los comienzos, estaba restringida por las opciones que imponía la práctica del autoconsumo. De esta suerte, era frecuente la preparación de comidas con insumos vegetales (caldos, guisos, ensaladas) y con pastas o ciertos tipos de carnes (algunas preparadas como chacinados) que podían variar según la procedencia y el recetario ancestral. El acceso a nuevos ingredientes estuvo vinculado al progreso económico familiar, por la posibilidad de abastecerse en almacenes de la zona de la colonia, pero también en la ciudad.
En este cuadro, la enfermedad no es un tópico espontáneo en los relatos y, ante la pregunta, se la rememora como un hecho infrecuente. Tal vez esto se relacione no solo con la comparación respecto al mayor deterioro relativo de la salud actual de los entrevistados, sino también con las dificultades (por dinero o distancia) para acceder a la atención médica. De acuerdo con los testimonios, cuando los niños se enfermaban eran llevados primero a la «salita» que funcionaba en la administración de la colonia y solo después, si la gravedad del caso lo ameritaba, al hospital de Florencio Varela. Otra usanza consistía en llamar a un médico para que acudiera al domicilio. De todos modos, la confianza en la medicina popular y en los remedios caseros solía ocupar el rol de la medicina científica.
En medio de una relativa carencia de recursos materiales, los entrevistados exhiben satisfacción con su pasado y sus logros. «Recuerdo una infancia feliz» y «Estábamos contentos», rememoran respectivamente Carlos N. y Martín G. Llama la atención el optimismo con que se evoca el esparcimiento y la diversión infantil. El remontado de barriletes, las carreras de caballos, el aro, el fútbol, la caza de cuises, la pesca, la inventiva de juegos con verduras y la confección de autitos y demás juguetes caseros constituían las prácticas más comunes en el tiempo libre de los niños.
Jugábamos a la bolita, a la figurita, a la payana, nos juntábamos con otros chicos de la colonia. Quedaban lejos los lotes, pero igual (Alberto S.).
Los domingos íbamos a jugar al futbol ahí a La Capilla, la cancha era cincuenta de un lado y cincuenta del otro, y todos se divertían, ¡qué lindo! (Ángel S.).
Se destaca que muchas de estas prácticas eran emprendidas en conjunto, consolidando los vínculos sociales. Sin embargo, en este punto se entrevén diferencias por género, ya que las niñas, en horas fuera de la escuela, tendían a estrechar más lazos hacia el interior de la familia.
Los 15 kilómetros que distanciaban la colonia de la ciudad de Florencio Varela no son una referencia habitual. La conexión con la urbe es vislumbrada cuando se formula la pregunta y es allí cuando los recuerdos esbozan la importancia que asumió para algunos niños (Vicenta G.). El recorrido se realizaba a pie, a caballo, o en sulky o camión de algún vecino solidario. La inexistencia de colectivos y la precariedad de los caminos (de tierra y con pozos) hacía que en algunos casos las visitas fueran más bien esporádicas (un par de veces al año). Para quienes disponían de un medio de transporte propio, eran más asiduas (semanales o quincenales), aunque no debe soslayarse que la frecuencia la determinaban también los tiempos de cosecha y la dinámica de trabajo decidida por el padre o el hermano mayor, quienes solían ser reconocidos como referentes en el hogar. A la ciudad se asistía principalmente para vender la verdura, vacunar a los niños o realizar alguna compra (ropa, zapatos, útiles escolares, insumos). Para los más pequeños, buena parte de su atractivo radicaba en que solo allí se podía tomar helado o acudir al cine o al circo. Al menos desde el recuerdo, en general, la ciudad no constituía un espacio donde quisieran vivir, ya que dentro de su horizonte de expectativas preferían la libertad y el entretenimiento que otorgaba el campo.
En suma, los ejemplos develan que el modo de recordar (y valorar) el propio trabajo infantil en el campo puede ser sensiblemente diferente. Y que esas diferencias remiten, en parte, a condiciones pasadas, pero también son construcciones del presente, vinculadas a la trayectoria individual. Si el individuo puede elaborar una correlación entre el esfuerzo físico o el sacrificio de metas personales y el bienestar actual, la rememoración se verá teñida de aspectos positivos, incluso cuando se recuperen experiencias no necesariamente felices. Lo que resulta interesante es que los testimonios sobre la niñez, aun con perspectivas diversas, e incluso contrapuestas, pintan un paisaje social variopinto y denso, de lo cual también dan cuenta las imágenes familiares.
Las familias en pose. Una exploración a partir de fuentes fotográficas
La imagen fotográfica se presenta como un medio de disolver la percepción cotidiana en una infinidad de perfiles fugaces. A pesar de su variedad, las múltiples miradas comparten un rasgo común: no son accidentales, sino que se efectúan con el fin de eternizar instantes, personajes, hechos (Bourdieu, 2003, pp. 137-139). Así, como práctica social muy difundida en la vida contemporánea occidental, la fotografía comporta valores y propósitos. En la búsqueda de capturar diáfanamente lo real, la fotografía familiar completa el cuadro, pues no hay nada que pueda considerarse más natural que la familia (Bourdieu, 1994) y, por extensión, una foto de familia.
Las imágenes fotográficas revelan en la familia un estado cuyos lazos se encuentran enraizados en la propiedad, un ensamblaje espiritual basado en valores morales y un lazo de sentimientos que emana de los instintos y pasiones (Hirsch, 1999). La típica foto de familia no deja de ser un sistema de los esquemas de percepción, pensamiento y apreciación común a todo el grupo del cual el sujeto que hace la captura forma parte. De este modo, es posible recuperar los significados que proclama, pero también los que revela en un tiempo y espacio determinados (Bourdieu & Bourdieu, 1965). Por eso, si la fotografía es susceptible de ser pensada como una fuente, cabe preguntarse qué puede aportar sobre la familia y sus miembros en escenarios rurales.
Ya desde los años 1960, autores europeos han llamado la atención sobre la fotografía en el medio rural (Bourdieu & Bourdieu, 1965; Segalen, 1972). Tal como demuestran, el análisis de los personajes, sus posturas, ubicación y otras características es revelador de los patrones culturales de las familias rurales. En esta línea, el presente apartado se sustenta en el presupuesto de que es posible integrar la fotografía como una herramienta complementaria al estudio de la familia rural argentina, particularmente la pampeana, allí donde otras fuentes escasean o guardan silencio. Esto en un marco histórico en el que, progresivamente, se ha ido consolidando cada vez más la elaboración de álbumes familiares y de fotografías de niños en los hogares como señales de unidad hogareña y progreso económico. En concreto, trabajamos con una selección de 21 fotografías brindadas por los entrevistados, que fueron tomadas por las familias. En ellas abundan escenas cotidianas de trabajo en las quintas y, en menor medida, festejos familiares y reuniones sociales, institucionales o escolares.
La fotografía solemniza instantes valiosos para la familia y reafirma su integración; por eso, la elección de la situación retratada no es azarosa, sino que representa roles y relaciones sociales. De hecho, estos rasgos se enfatizan en fotografías de comunidades rurales, dado que la unidad del grupo y el sostenimiento de las tradiciones comunitarias se reafirman en una escenificación que pondera, precisamente, esos valores (Bourdieu, 2003, p. 58). El convencionalismo de la postura –rígida, frontal, ceremonial y con las mejores vestimentas– expresa una sociedad jerarquizada y tradicional donde la descendencia y los lazos afectivos son más relevantes que los individuos particulares; la pertenencia y el código moral son más manifiestos que los sentimientos, las voluntades o los pensamientos de los sujetos singulares; y los intercambios sociales están dominados por la preocupación por exhibir la mejor imagen, conforme con el ideal de dignidad y de honor. En suma, dar de sí una imagen ordenada y respetuosa era una manera de imponer las reglas de la propia percepción (Bourdieu & Bourdieu, 1965, p. 173).
Si la situación retratada no es fruto del azar, el escenario tampoco, ya que su selección esconde un alto contenido simbólico (Bourdieu, 2003, p. 76). Esto podría explicar por qué la quinta es un espacio de retrato preferente. Las fotografías muestran a las familias en su conjunto, trabajando coordinadamente, pero también indican progresos económicos, como la compra de tractores o la integración al universo social de la colonia al participar de eventos recreativos o sociales, de modo tal que de fondo suele apreciarse el trabajo y, frontalmente, la incorporación de herramientas y enseres que simbolizan la prosperidad. En esta dirección, el retrato de escenas de trabajo en la quinta cristaliza el esfuerzo familiar como modo de reforzar la memoria que se está elaborando, que se imbrica con un relato en el que cada miembro cumple una función o rol específico. De esta afirmación, podría inferirse una diferencia respecto a las familias urbanas y sus costumbres a la hora de fotografiar. Si bien en general las imágenes remiten a dos universos fundamentales, el progreso social y la constitución de la familia (Triquell, 2012, p. 63), en los espacios rurales la relación de los sujetos con su entorno expresa mayor afectividad, pues se consideran parte de su construcción como espacio socioproductivo. No es casual el hecho de que la mayoría de las imágenes hayan sido tomadas en las quintas, donde invariablemente se vislumbra alguna huella de la rutina agraria, y que hayan sido luego recuperadas por los entrevistados.
Como en los testimonios, las fotografías familiares de escenas de trabajo incluyen niños. Usualmente, en un primer plano, antecedidos y respaldados por los adultos, suelen mostrar mejores vestimentas que las personas mayores. Como ejemplo, indicamos la figura 1, que capturó a los niños de una familia polaco-ucraniana de La Capilla inmersos en la cosecha de tomates, en 1956. La toma es exterior, entre las barracas y los cajones colmados de frutos recién cosechados, marcados con «AM 45» (en alusión al lote y a las iniciales del padre de familia). En el fondo aparecen tres adultos: un peón a la izquierda, la madre en el medio y el padre a la derecha. Se muestran abnegados y comprometidos con el trabajo y vestidos con ropas humildes. La imagen familiar capta un momento de descanso, en tanto que en el centro cobran cuerpo los pequeños hijos del matrimonio: la primogénita de seis o siete años, y su hermano, de unos tres, quien, con mueca de fastidio, recibe el gesto protector y cariñoso de la niña. La foto sugiere que el lugar de trabajo no era ajeno para los menores.
Figura 1
Familia polaco-ucraniana en la colonia La Capilla, 1956
Fuente: colección familiar de la señora Olga M.
La figura 2 muestra a dos niños con su padre. Los tres visten ropas de trabajo, el mayor de los pequeños, incluso, porta botas apropiadas para lidiar con el barro de las quintas. Posan juntos en el vehículo emblemático de la colonia: el camión para repartir los productos y comercializarlos. Es de notar que no todas las familias habían logrado adquirir un transporte propio, por lo que esta imagen en ese contexto es una clara evidencia de progreso económico y de la voluntad de retenerlo en la memoria. En el mismo sentido, se puede interpretar la figura 3, en la que una familia japonesa posa ataviada para inmortalizar el recuerdo de la compra de su primer tractor, en tanto que de fondo se identifican galpones y cajones de verduras. No es una novedad que, muchas veces, las fotografías circulaban al ser enviadas a otros familiares (a veces en otros continentes) y funcionaban como documentos del mejoramiento en el estilo de vida. De allí que el objeto adquirido fuera conjugado con las mejores prendas de vestir y la ropa de trabajo en una única toma, donde conviven el trabajo, la unidad productiva y el consumo de bienes de producción.
Figura 2
Niños con su padre arriba del camión familiar, alrededor de 1955
Fuente: colección familiar de la señora Mafalda D.
Figura 3
Familia japonesa en su lote junto a su tractor, 1957
Fuente: colección familiar del señor Carlos N.
En este cuadro, los niños aparecen como un emblema familiar del acceso a bienes y recursos, una figura que sintetiza el bienestar. A la vez, las imágenes los retratan en el medio rural, implicados en las labores, como el recambio generacional que está aprendiendo para continuar con la labor de los padres.
En este sentido, es importante destacar que frecuentemente las fotografías dejan entrever de fondo casas de cemento, modestas pero sólidas. De todos modos, es interesante notar que el interior de los hogares no suele ser retratado, como si la vida doméstica, un símbolo del escenario femenino, no fuese considerada parte de lo que es posible y valioso para ser inmortalizado en una imagen. Aquel lugar donde los varones experimentan una breve permanencia (al menos desde el imaginario) no pareciera contribuir a formalizar el relato de unidad y orden familiar que la quinta, como el lugar de trabajo, sí lo hace.
Sin embargo, no solo se retrataron escenas de trabajo. Otro de los espacios predilectos para las fotografías fue la escuela, como denota la figura 4, tomada a fines de la década de 1950 en el patio de la escuela primaria rural de la colonia. El evento capturado es el comienzo de un acto escolar encabezado por la maestra-directora, mientras que los alumnos, pulcramente ataviados para la ocasión, están ordenados en filas. Sus rasgos permiten apreciar las diversas edades y orígenes que aglutinaba la matrícula escolar, en tanto que de fondo se distingue un típico camión de traslado de producciones y a la izquierda se ve un sulky, transportes corrientes e indispensables en el trabajo rural. De este modo, los elementos que convergen en la fotografía permiten apreciar la interacción entre el trabajo, la niñez y la educación.
Los niños también aparecen entremezclados con adultos en eventos relevantes para la vida social de la colonia, como jineteadas y asados. Asimismo, encabezan actos religiosos, como la toma de la Primera Comunión, un suceso particularmente cargado de simbolismo para los niños japoneses, que, por otro lado, dominan las escenas en este tipo de fotografías, lo que es un sugerente indicador del grado de integración de estas familias a los ritos católicos de la vida argentina (Margarita R.) (figura 5).
Figura 4
Formación de alumnos en escuela primaria, colonia La Capilla, alrededor de 1960
Fuente: colección familiar de la señora Mafalda D.
Figura 5
Niños de la colonia en su Primera Comunión
Fuente: colección familiar de la señora Margarita R.
Reflexiones finales
El trabajo ha perseguido el objetivo de presentar reflexiones sobre el bienestar rural a mediados del siglo XX a partir del análisis de memorias e imágenes fotográficas. Un estudio de caso, la colonia La Capilla (ubicada en el periurbano de la provincia de Buenos Aires) ha oficiado de disparador para indagar las representaciones sobre la propia niñez rural pasada, con base en los recuerdos construidos por adultos mayores y el análisis de fotografías familiares.
Partimos de la premisa de que el recuerdo individual se enlaza con una memoria familiar también imbuida por apreciaciones socialmente difundidas. En las memorias sobre las propias experiencias infantiles, los testimonios revelan una relativa uniformidad en cuanto a las condiciones de vida en los inicios de la colonia, marcadas por carencias materiales que fueron progresivamente paliadas. En este punto, el discurso se vertebra con valoraciones remitidas al esfuerzo, la unidad familiar y la estima de la vida rural. Sin embargo, la valoración presente no es uniforme ni únicamente positiva, lo que devela el modo en que las personas experimentaron sus propios recorridos posteriores.
Lo que sí comparten los testimonios es el alto grado de amalgama social en los primeros tiempos, la importancia de los espacios de sociabilidad y de recreación, el recurrente trabajo familiar como vía de progreso y la reciprocidad vecinal. Ocurre lo mismo con la idealización de la etapa escolar, la cual desentona con algunas complicaciones asociadas al transporte, la infraestructura, la diversidad cultural y las obligaciones laborales. Pero lejos de ser una contradicción, y asumiendo las limitaciones del uso de la memoria como recurso histórico, habla a las claras del contraste entre una densa vida social y precarias condiciones materiales, así como del proceso de interpretación de la realidad. Al respecto, resulta ilustrativo que la humildad de recursos constituyera una cuestión revisitada (en relación a la vivienda, la salud, los servicios públicos, los bienes de consumo, el transporte, y no siempre de modo explícito) y que a la vez fuera subestimada y subsanada gracias a las prácticas solidarias y los lazos afectivos. Esos valores constituían un modo de enfrentar situaciones adversas.
Los testimonios sobre la niñez, aun con sus perspectivas diversas, delinean un tupido paisaje social que revertía ciertas falencias materiales, de lo cual también dan cuenta las fotografías familiares. Ellas, al representar roles y relaciones sociales, traslucen las mismas valoraciones: la prosperidad material asociada al acceso a bienes de producción, el trabajo mancomunado, la educación y la reciprocidad vecinal. La selección de situaciones y escenarios contiene un alto contenido simbólico, por lo que resulta sugestivo el retrato de escenas de trabajo familiar en la quinta, así como el de actos escolares en los se advierte la integración cultural. Los niños aparecen como emblema de prosperidad, vestidos con sus mejores ropas y mimetizados con la producción.
Resulta claro que el análisis que esbozamos no pretende abarcar el conjunto de las variadas manifestaciones de la vida de los niños en la colonia, sino destacar algunos rasgos que hacían que ciertas carencias fueran toleradas como normales y que las expectativas se ajustaran a las posibilidades que vislumbraban antes que a logros irrealizables. Lo aquí expuesto demuestra que, desde el enfoque del «bienestar subjetivo», las percepciones y aspiraciones de los habitantes rurales no se ajustaban a cánones urbanocéntricos. En esta dirección, el presente trabajo ha procurado develar facetas silenciadas por las fuentes tradicionales en torno a las representaciones sobre la calidad de vida de los niños y las familias rurales. El aporte intenta nutrir la producción sobre el problema a la vez que convoca a realizar miradas comparativas y a entrelazar más íntimamente la fotografía y la memoria, ya que la primera es un artefacto material capaz de disparar recuerdos. Del cruce entre una y otra emergerán interesantes reflexiones que permitirán comenzar a suplir el vacío historiográfico en torno a los estudios de imaginarios y condiciones de vida en la historia argentina.
Referencias
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Personas entrevistadas
María B. (73 años, argentina). Llegó cuando tenía 6 años junto con sus padres, en 1951, quienes vinieron desde Entre Ríos a trabajar a la colonia en producción hortícola y de granja (entrevista realizada en agosto de 2011, en Florencio Varela).
María C. (72 años, italiana; ex productora, ama de casa). Llegó a la colonia cuando tenía 13 años, en 1956, desde Ranelagh (Berazategui, GBA, zona sur); trabajó en la quinta junto con sus padres y cuatro hermanos (entrevista realizada en marzo de 2014, en Florencio Varela).
Mafalda D. (69 años, italiana; ex productora). Llegó cuando tenía 12 años. A su familia le otorgaron el lote en 1952 y se radicaron en 1957 junto a varios hermanos. Se dedicaron un breve tiempo a la floricultura y luego se establecieron con la horticultura. Fue presidenta de la Sociedad de Fomento de La Capilla (entrevista realizada en febrero de 2015, en La Capilla).
Silvia D. (64 años, argentina, hija de italianos). Sus padres se dedicaban a la horticultura en Ranelagh (partido de Berazategui, zona sur), se mudaron a la colonia en 1951, cuando ella tenía 1 año (entrevista realizada en febrero de 2015, en Florencio Varela).
Martín G. (70 años, argentino, hijo de italianos; ex productor, comerciante). Llegó en 1951 junto a sus padres y 12 hermanos desde Las Flores, donde se dedicaban a las faenas rurales. Se dedicó a la producción hortícola y fundó una empresa familiar distribuidora de hortalizas (entrevista realizada en agosto de 2013, en Florencio Varela).
Vicenta G. (73 años, italiana; ex productora, ama de casa). Llegó en 1954 junto a sus padres italianos, cuando tenía 12 años. Su familia ingresó vía convenio internacional entre Italia y Argentina y se dedicó a la horticultura, actividad en la que siguió trabajando luego de casarse con un vecino colono italiano (entrevista realizada en enero de 2015, en Florencio Varela).
Olga M. (73 años, argentina, hija de polacos-ucranianos; ex productora, ama de casa). Su familia vivió 15 años en la colonia Los Helechos (Misiones) en plantaciones tabacaleras y yerbateras. Arribaron a La Capilla en 1955 cuando ella tenía 13 años y un hermano menor, donde cultivaron hortalizas y tuvieron granja (entrevista realizada en marzo de 2015, en La Capilla, Florencio Varela).
Carlos N. (71 años, argentino, hijo de japoneses; ex productor, jubilado). Sus padres japoneses vinieron del Perú, se instalaron en Longchamps y luego en Florencio Varela, donde eran medieros. En 1954 llegaron a La Capilla y se dedicaron especialmente a producir verduras de hoja (entrevista realizada en febrero de 2015, en Florencio Varela).
Feliciana N. (72 años, argentina, hija de japoneses; profesora en Ciencias Naturales). Llegó en 1953 desde Escobar cuando tenía 12 años, junto a sus padres japoneses. Se dedicaron a la floricultura (entrevista realizada en diciembre de 2014, en Florencio Varela).
Margarita, R. (62 años, argentina, de ascendencia japonesa, criada por un matrimonio argentino; docente y directora de escuela). Se radicó en la colonia con sus padres, dedicados a la apicultura y encargados del almacén de la cooperativa, a fines de la década de 1950 (entrevista realizada en marzo de 2016, en Ranelagh).
Antonia S. (76 años, argentina, hija de italianos; ex productora, ama de casa). Llegó a la colonia en 1952, cuando tenía 13 años, desde Berazategui (GBA, zona sur), donde se dedicaban a la agricultura. Es hermana de Alberto y Ángel (entrevista realizada en marzo de 2014, en Florencio Varela).
Alberto S. (74 años, argentino, hijo de italianos; ex productor, jubilado). Llegó a la colonia en 1952, cuando tenía 11 años, desde Berazategui (GBA, zona sur), donde se dedicaban a la agricultura (entrevista realizada en marzo de 2014, en Florencio Varela).
Ángel S. (70 años, argentino, hijo de italianos; productor). Llegó a la colonia en 1952, cuando tenía 8 años, desde Berazategui (GBA, zona sur), donde se dedicaban a la agricultura (entrevista realizada en marzo de 2014, en Florencio Varela).
Atilio S. (71 años, italiano; ex productor, comerciante). Su familia se instaló en 1952 en la colonia, cuando él tenía 6 años y 7 hermanos. Laboraron en el lote en la producción de hortalizas (entrevista realizada en septiembre de 2013, en Florencio Varela).
Guillermo T. (69 años, argentino, descendiente de japoneses; productor, reflexoterapeuta, ex encargado del departamento juvenil de la Asociación Japonesa La Capilla) (entrevista realizada en marzo de 2015, en La Capilla).
1 Dentro de la primera, la tradición de imputación, el bienestar no es más que la posesión de un conjunto de atributos que los expertos juzgan de valor para los seres humanos. Por su parte, la tradición de presunción reconoce que el bienestar es algo que las personas experimentan; sin embargo, antes que indagar de forma directa acerca de esto, utiliza teorías sobre la naturaleza y el comportamiento humano para derivar listados de atributos o factores que se presumen muy relacionados con una experiencia de vida más satisfactoria.
2 Una excepción a dicha concepción hegemónica puede observarse en la labor de extensión desplegada por el entonces novel Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA). Sus acciones, dirigidas a las familias rurales, apuntaban a un cambio cultural como complemento y motor del desarrollo económico.
3 Vale la pena aclarar que en el trabajo no apuntamos a descubrir qué comparten en materia de recuerdos los miembros de una familia, sino cómo la memoria individual de la infancia presenta rasgos particulares, al ser forjada en un contexto familiar de migración, trabajo rural, etc. Es memoria familiar en tanto se lega a sus miembros como un bagaje y se reproduce en el relato actual.
4 No se pueden descartar los testimonios de personas nacidas en la colonia, cuyos recuerdos están profundamente embebidos de ese paisaje físico y social. Estas no experimentaron la migración
–como la mayoría de los otros pequeños– y se integraron a una familia ya asentada y adaptada a ese entorno. Pero, en general, ellas pertenecen a la siguiente generación (nacida entre 1960 y 1970), y, en consecuencia, sus experiencias distan de las que presentamos en este trabajo.
5 Si bien el rango etario seleccionado involucra experiencias muy diferentes, vinculadas a etapas vitales y sus características intrínsecas, pensamos que, en general, las percepciones y vivencias de los entrevistados presentan rasgos homogéneos, al ser los miembros más jóvenes de las familias que experimentaron la fase inicial del emprendimiento colonizador.
6 Como plantea Balsa en su estudio sobre los productores medios pampeanos, durante las primeras décadas del siglo XX los niños maduraban en un contexto de duro trabajo agropecuario, que se internalizaba como un estilo de vida (2006, p. 79).